Otras miradas

Que me quiten lo bailao

Leonor Cervantes Vargas

Estudiante de Filosofía y Ciencias Políticas. Cofundadora de Filosofía en Los Bares

Pixabay.
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Recuerdo ser una niña con dos coletas muy tiesas que iba al colegio. Recuerdo también los consejos que los profesores nos daban allí. Cuando llegaba el fin de semana, no eran pocos los que recomendaban que nos quitáramos de encima los deberes el viernes para que así pudiéramos disfrutar el finde. Me acuerdo de la voz de mi madre desde la cocina mientras yo, sentada en la mesa del salón, aprendía a hacer sumas de dos cifras con una falda de cuadros burdeos y unos pies que aún no tocaban el suelo. "Si te portas bien luego podrás comer galletas", me decía para darme ánimos. A día de hoy ya no hago sumas con llevadas los fines de semana, pero hay algo que no ha cambiado: sigo entendiendo el disfrute como un premio.

Convivo desde hace años con una vocecita molesta y atosigadora que me susurra que, de alguna manera, debo justificar los momentos de placer. Debo ganarme las cosas buenas. Tras una sesión extenuante de gimnasio me doy permiso para comerme esa pizza tan deliciosa. Después de hacer todas las tareas domésticas, llega el momento de poder tumbarme a ver una serie. Incluso cuando una amiga me cuida en alguna ocasión vulnerable, espero ansiosa la ocasión de poder devolverle el favor.

En una sociedad obsesionada con la productividad, meritocrática hasta la médula y con una herencia cristiana incuestionable, el goce no llega a percibirse como algo del todo limpio. Mucho menos como un sentimiento que no tiene por qué ser conquistado entre lágrimas. Parece cínico defender que nos merecemos el bienestar con independencia de qué hagamos con él. Proteger la alegría como el sustrato desde donde desenvolvernos. Como el punto de partida y no como la meta. Estas proclamas resultan insolentes para una sociedad que, además, es punitivista; y en la que si te portas mal la consecuencia legitimada es que tu trocito de felicidad te sea arrebatado. Si eres niña tu media hora de recreo, de mayor quién sabe si tu libertad. Con todo este entramado es difícil creer que podemos comernos la tarta mientras hacemos los deberes. Choca pensar que lo primero no tiene por qué ser recompensa de lo segundo.

Por si fuera poco con esta atmósfera de culpabilidad que rodea a la diversión, el siguiente escollo que encuentra una existencia alegre es que es asociada a la simpleza, incluso a la estupidez. Mirar algo siempre es ver mucho más de lo que en realidad se tiene frente a los ojos. Los estereotipos y los prejuicios existen. Todos trazamos involuntariamente conexiones, sean más o menos justificadas. Sin embargo, si hay una correlación que siempre me ha impresionado tanto como me ha indignado es la que se establece cuando lo alegre se asocia a lo frívolo y lo serio a lo sesudo.

Se requieren las mismas dosis de inteligencia para escribir una comedia que para redactar un ensayo. Exactamente la misma cantidad de lucidez para montar una fiesta que para ganar cinco partidas de ajedrez. Sin embargo, nos resistimos a esta evidencia. Quizás otro día sería interesante hablar de qué sujeto ha controlado históricamente qué entraba en el reino de lo intelectual y qué se quedaba fuera. Así podríamos charlar sobre por qué asumimos una mejor capacidad de cálculo en quien traza los planos de puentes que en quien organiza un menú semanal sin desperdiciar un grano de arroz. Curioso cuanto menos; pero volvamos a la supuesta trivialidad de lo alegre.

Al desparrame de lo jovial se le asocia la banalidad de quien no puede ser de otra forma. Es más, se le presupone que todo lo que puede ofrecer está ya a la vista: es esa explosión de regocijo. En contraposición, al silencio de la rigidez se le atribuye un halo de misterio, como si detrás de ese mutismo formal habitara algo lo suficientemente valioso como para no estar al alcance de todos. Algo más sofisticado que ese superfluo buen rollo que transmiten las cosas divertidas de forma pegajosa e involuntaria. Huele un poco raro que, casualmente, lo que remite a un público amplio se relacione con lo vulgar, mientras que lo exclusivo goce de un enigmático estatus superior. Pero de elitismo también podemos hablar en otro momento.

La ficción está plagada de dúos compuestos por El Personaje sobrio pero inteligente que tiene como contrapunto a alguien risueño y desenfadado. Una especie de secuaz que, si bien es más patoso, le regala al protagonista culto y erudito un reguero de vitalidad que jamás podría lograr por sí mismo. Eso sí, además de hacer esto no hace mucho más. El personaje dicharachero es más bien una piñata andante cuyo trivial y natural gozo se ve venir a kilómetros. La moraleja está clara: si eres el jocoso no vas a ser además el listo. Detrás de las personas alegres, rara vez pensamos que exista un cuestionamiento moral o estético del mundo. Tampoco creemos que sean de esa forma fruto de una decisión, de una apuesta por ser así y no de otro modo. Damos por sentado su forma de manifestarse, lo esencializamos. Es que son así.

Me pregunto si este juego de ilusionismo nos hace caer en dinámicas caprichosas por las que tratamos mejor a aquellos que nos asustan que a quiénes nos regalan calidez. Esto no es una lectura de brocha gorda de la idiosincrasia humana, obviamente se puede ser una persona seria y sumamente agradable. Hablo de esa gente que no encuentra problema en ser deliberadamente cortante con los otros, incluso desagradable. Esos que se pavonean por el patio como si los demás tuviéramos que exponer en un folio los motivos por los que merecemos respirar su mismo aire. Resulta cautivador engancharse al desafío de caerle bien a quien propicia buenos gestos sólo a un número reducido de Elegidos. Que alguien sea inaccesible para la mayoría de los mortales permite un espejismo bastante jugoso: creer que si una consigue captar su atención será porque su valía es superior a la de aquellos que lo intentaron antes. Sin embargo, rara vez tasamos nuestro valor en la mirada que nos devuelven esas personas que son amables por norma y con independencia del interlocutor que tengan delante. Tampoco nos desvivimos con la misma intensidad por lograr un hueco en su regazo. Como si no fuera algo meritorio: asumimos irreverentes que se lo regalarían a cualquiera. Quizás ha llegado la hora de pensar que es más solemne quien logra que todos se sientan cómodos en una conversación, que quién consigue que a cada intervención busquemos nerviosas su mirada de aprobación.

Si en nuestro imaginario rara vez el placer va de la mano de lo intelectual, más lejos está aún de pasear por la misma acera de lo que consideramos elegancia. La elegancia es un yugo que se nos impone especialmente a las mujeres; pero que, lejos de ser contundente como un bloque de madera maciza, es ligero como una pluma. Pues se esfuma con rapidez en el momento en el que nos divertimos. Seré más precisa. Desaparece en cuanto damos señas de estar disfrutando. No se puede ser elegante si se ríe a carcajadas, menos aún si el rímel corre veloz por las mejillas y deja las ojeras sucias y ennegrecidas. No es elegante quien pide que le sujeten la copa para bailar despreocupada en mitad de la pista, ni quien acaba despeinada de dar tantos saltos. Es imposible ser elegante si se come como debe hacerse: desabrochando los primeros botones del pantalón para que haya hueco para un postre.

La amenaza de no ser refinada es el Hombre del Saco de las mujeres: Ten cuidado de no pasártelo demasiado bien, no vaya a ser que desmadres y no puedas ser una señorita distinguida. Esta advertencia es también el mayor fuego disuasivo para cualquier mujer que intente ocupar el espacio: No llames demasiado la atención o no serás sofisticada. La quietud te evitará que pronuncies mal un idioma que no es el tuyo, que te caigas por estar aprendiendo a patinar o que te equivoques diciendo un dato erróneo. En cambio, garantizará una pulcritud inmaculada al alcance de muy pocos. Básicamente porque vivir mancha. Qué conveniente, por cierto, educar al sector de la población al que se desea sumiso en el deseo de ser silenciosa, sutil, fina y, por lo tanto, elegante. Basta: llevad a las niñas a ensuciarse jugando en el parque y dejad de regañar a las adolescentes por no cruzar las piernas al sentarse.

Mi amiga Carla se pregunta por qué no hay en la calles parques con columpios pensados para adultos, ella echa de menos los toboganes. Mi madre siempre dice que lo que menos le gusta de que mi hermano y yo hayamos crecido es que ya no jugamos, se ha quedado sin motivos para construir mundos de playmobil. Cada vez que terminan unas buenas vacaciones, yo acabo discutiendo con quién me pille cerca por los motivos más absurdos. No me pasa nada, solo estoy frustrada porque esos días hayan terminado. Me resulta anacrónico ponerme a patalear como los niños en los parques de bolas cuando llega la hora de irse. Parece que ser adulta significa no poder llorar a pleno pulmón porque la diversión se acaba. Así que me enfado y echo la culpa a cualquier tontería. Nos miro a Carla, a mi madre y a mí: parece que las tres echamos de menos más alegría en nuestra rutina. ¿En qué momento asumimos que había algo más importante que pasarlo bien? La mayor obra de ingeniería posible es construir un entramado para ser feliz que no requiera de hacer daño a los otros para sostenerse. Nos vemos en esa obra, voy preparando la hormigonera.

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