Estábamos hace unos días mi adolescente y yo haciendo recuento, mientras comíamos, de nuestras posesiones materiales favoritas y las dos nos pusimos de acuerdo en que la freidora de aire se había aupado, sin ninguna duda, hasta el número uno de todas ellas, ya que sorprendentemente había conseguido adelantar a la PlayStation, al muñeco de Darth Maul e incluso a la cazadora de cuero marrón que le robé a mi señor esposo, y que ahora la adolescente me ha robado a mí porque el karma es lo que tiene.
La verdad es que andamos un poco escasas en cuanto a patrimonio, o al menos en cuanto a ese tipo de patrimonio que te exigen ahora los caseros para poder irte a vivir a alguno de esos inmundos agujeros negros que llaman pisos, pero, entre risas, las dos tuvimos que reconocer que, si algo no nos faltaba en esta casa, era el hecho de que, por lo menos, podemos presumir de que las dos tenemos una opinión acerca de (casi) todo.
Al contrario de lo que se suele pensar, para tener una opinión y poder defenderla, lo primero y más importante es ponerte a escuchar mucho y aprender a tener en cuenta otras opiniones y puntos de vista, sobre todo aquellos que ponen a prueba tus juicios o suponen un desafío. Ya sé que suena un poco hegeliano todo esto, pero la gente como yo no nos matriculamos en la Facultad de Filosofía porque fuésemos la alegría de la huerta. Escuchar y ponerte a prueba, reconocer que te has podido equivocar, que eres falible, que tienes sesgos, que te has olvidado de que hay otras existencias, otras experiencias, es duro y poco halagador. Es un camino complicado que, en ocasiones, te devuelve a la casilla de salida, y en otras te lleva a lugares que nunca imaginaste. Supongo que en eso consiste principalmente la vida, en un eterno viaje de aprendizaje y descubrimiento (Platón, abandona mi cuerpo, te lo ordeno).
Hace unas semanas la nueva ministra de Igualdad, Ana Redondo, daba una entrevista en la que se lamentaba de la ruptura dentro del feminismo y se presentaba como el loctite del movimiento. Leer la entrevista me sumió en la tristeza, no os voy a engañar. Y no solo porque me pareció preocupante que una ministra crea realmente que el feminismo se tiene que dirigir desde lo institucional, lo que implica volver de nuevo a los tiempos de las feministas ilustradas que daban lecciones desde su atril sin escuchar a nadie, sino porque me parece ridículo pensar que las discrepancias, y las distintas posturas políticas que hay dentro del feminismo, son un problema.
Al contrario de lo que piensa la ministra, a mí me parece fantástico que esto suceda, de hecho me alegra mucho que existan estas discrepancias dentro del feminismo español porque eso solo puede significar que, al contrario de lo que se infiere de las palabras de Ana Redondo, el feminismo español no está roto ni necesita que nadie lo recomponga -mucho menos de forma condescendiente desde arriba-, sino que está muy vivo y además goza de una excelente salud ya que en él conviven muchas y diversas voces, posturas y visiones.
Lo que llamamos feminismo es un ente bastante complejo pues es, al mismo tiempo, teoría y praxis, movimiento social y pensamiento teórico; es política, calle y activismo, pero también Academia, reflexión y abstracción. Es muchas cosas al mismo tiempo excepto una: religión. Y como no es una religión y no hay en él verdades reveladas, es imposible que exista la ortodoxia y la heterodoxia, mucho menos la herejía, pues el feminismo nace, entre otras cosas, del conflicto y se fortalece en y con él.
Pero es que pasa, también, que las feministas no somos ni santas ni profetas, sino que somos mujeres de carne y hueso que buscamos explicaciones y soluciones a las cosas que nos ocurren y nos hacen simplemente por ser mujeres, por pertenecer a la otredad de la que hablaba Simone de Beauvoir; otredad a la que hemos ido incorporando, además, otras existencias, ampliando, reforzando y fortaleciendo el campo de acción del feminismo.
Y por esa misma razón nos equivocamos a veces, por lo que nos hemos visto obligadas, en más de una ocasión, a rectificar y repensar la realidad que nos rodea, pero también los parámetros desde los que la estamos observando y también los objetivos y las acciones que llevamos a cabo. Así que no debería extrañarnos que un movimiento político que ya cuenta con dos siglos de historia, y que se ha visto afectado y atravesado por todas las grandes batallas ideológicas, políticas y culturales de estos últimos doscientos años y, por tanto, por todos los cambios y desafíos históricos, epistemológicos y sociales que estos han provocado, esté plagado, también, de errores y de luchas internas -incluidas luchas de egos porque, afortunadamente, somos humanas, demasiado humanas-, de posturas contradictorias y de enfrentamientos, pues todo esto es lo que nos ha ayudado a crecer, madurar y ampliar nuestras luchas y objetivos.
Soy consciente de que venimos de cuatro años complicados en los que se ha tomado el feminismo como el campo de batalla en el que dirimir luchas por el poder en las instituciones. Nos encontramos, además, en un momento político muy delicado, tanto en casa como fuera, con un gobierno progresista acosado por todos los flancos por una reacción que se está rearmando y reforzando internacionalmente a toda velocidad y que apenas disimula ya su revanchismo.
Es normal que estemos en alerta ante cualquier síntoma de discrepancia, que temamos al debate interno y confundamos el disenso con la falta de lealtad, buscando la unanimidad o incluso el silencio de las voces discordantes como símbolos de unidad y fortaleza. Pero me temo que esto sería lo que nos acabaría abocando a la irrelevancia, pues todo movimiento político y social que aspire a provocar cambios reales, duraderos y trascendentes en las condiciones de vida de la ciudadanía tiene la obligación de mantenerse en permanente contacto con las luchas y las preocupaciones de la calle y escuchar sus voces diversas.
Yo estoy convencida de que el feminismo español está más vivo que nunca precisamente porque ha entendido que, cuando se acallan las voces discrepantes, es cuando se cierra la puerta a las reivindicaciones, a los cambios históricos y sociales y a las nuevas realidades. Un feminismo mudo, uniforme, condescendiente y encantado de haberse conocido, es un feminismo muerto y esto es, precisamente, a lo que aspira la reacción, que estaría feliz de que nosotras apagásemos nuestras voces, porque esto es lo que le daría poder para volver a dominar nuestros cuerpos y nuestras mentes.
Este 8M miles y miles de mujeres volveremos a salir a las calles. Mujeres cis y trans, jóvenes, maduras, ancianas, hetero, lesbianas y bisexuales, mujeres discas, mujeres racializadas y mujeres migrantes. Saldremos unidas, pero conscientes también de nuestras discrepancias, pues el feminismo es un animal vivo y en constante cambio que va incorporando luchas políticas y voces, pero que también se nutre de nuestros sesgos y de nuestras afinidades y fobias políticas e ideológicas. Muchas saldremos a la calle sabiendo que quizás no logremos ponernos de acuerdo entre nosotras en algunos temas, pero que esto jamás nos ha impedido reconocernos como compañeras y aliadas. Saldremos a la calle sin olvidarnos tampoco de que otras mujeres, otras feministas, todavía no se reconocen en este 8M: hagamos, por favor, lo que esté en nuestra mano por escucharlas, aunque lo que nos digan nos duela. Saldremos, eso sí, orgullosas, diversas, fuertes y juntas.
Cada uno de los errores que se han cometido, cada uno de los errores que hemos cometido en esta lucha, en esta larga marcha, cada una de las batallas internas, cada discusión, cada discrepancia política, filosófica y ética, nos han hecho más fuertes, más sabias y, sobre todo, más eficientes y empáticas, pues nos han ayudado a incorporar otras visiones, otras voces y otras experiencias. No tengamos, por tanto, miedo a la discrepancia y a levantar la voz. Sigamos tejiendo, con valor y en la diversidad, estas redes que nos unen y nos sostienen a todas porque, hermanas, el camino es largo.
Comentarios
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