"Pasé de que mi padre no me dejara usar pantalones a ir a la playa en biquini", con esta frase definía mi madre el cambio que se produjo en su vida cuando, en 1964, visitó por primera vez la Costa del Sol, el lugar donde pasó el resto de su vida. La reciente muerte de Ira de Fürstenberg ha traído a la memoria aquellos tiempos en los que Torremolinos y Marbella eran un paraíso de libertad, de colores psiquedélicos, chicas en biquini y chicos ataviados con boas de plumas rosas en una España tirando a gris y una Europa que tampoco era precisamente una tómbola de luz y de color. El New York Times, en un obituario publicado la semana pasada, dice de Ira que fue la primera it girl; el Washington Post destaca que Dalí la invitó a posar desnuda... pero eso se queda en un par de anécdotas pueblerinas si analizamos la trayectoria de esta princesa valiente y libre y si nos fijamos en otras mujeres (y algunos hombres) que decidieron explorar su libertad en ese trozo de la carretera N340 que empieza en el aeropuerto de Málaga y acaba un poco antes de Estepona.
Haciendo un resumen rápido podemos destacar que Ira de Fürstenberg se casó o fue casada a los 15 años con el también príncipe y creador del mito de la Costa del Sol Alfonso de Hohenlohe (de 31 años). Tuvo dos hijos con él y, tras un lustro de matrimonio, se divorció y, a los ocho meses, contrajo nupcias de nuevo con el guapísimo playboy Francesco Pignatari. No hay que ser matemática para intuir que el divorcio lo produjo este italo brasileño del que se separaría cuatro años más tarde. Ese espíritu rebelde, esa impronta pasional contrastaban en la época con lo que se suponía que debía hacer cualquier mujer: casarse y adaptarse a una vida consagrada a su familia y (si pertenecía a la burguesía o, como su caso, la aristocracia) al disfrute de la fortuna de su esposo. Pero ella, como epítome de la forma de vida de la Costa del Sol, rompió ese corsé y se dedicó al cine con Vittorio de Sica, a ser modelo con Pucci, a viajar y a tomar decisiones que incluso en Marbella causaban cierto escándalo.
Por supuesto, los habitantes de la Costa del Sol de los años 60 y 70 no eran todos aristócratas, ni estrellas de Hollywood como Sean Connery o Deborah Kerr, ni podían permitirse los privilegios de esa élite, pero el hecho de que ellos gozaran de esa libertad hizo que el resto de los mortales pudieran apuntarse al carro de disfrutar de lo prohibido. Lo oficialmente no permitido, como el LSD, la marihuana o el amor libre que algunos llamaban orgías y de asuntos reprimidos por la moral mundial que ahora parecen casi increíbles. De, como en el caso de la pianista Pia Beck vivir con su novia y sus hijos como una familia más en un lugar donde la homosexualidad era lo normal y traspasaba esa etiqueta de "estar tolerada" o, imitando a Gunilla, pasear con transparencias por la calle y escoger a un "chulazo" (o playboy, que queda más fino) como marido; hacerse empresarias como Menchu, con su emblemático pub de Puerto Banús o diletante soltera sin que nadie considerase que se quedaba a vestir santos como terminó siendo Ira de Fürstenberg, siempre del brazo de algún efebo, por no llamarle musa, como a ella.
Los que crecimos viendo todo aquello, lamentamos que los testigos de esa época de ruptura, de excitación por lo nuevo, de consciencia de estar haciendo historia se vayan marchando. Que ya solo podamos leer en hemerotecas cómo Timothy Leary vivió una temporada en el cielo de Torremolinos o Brian Jones bailó con las malagueñas más modernas en la discoteca Tiffany’s o de las correrías de los Choris antes de que Luis Ortiz no sentara la cabeza (las chicas de la Costa del Sol no somos de hacer sentar cabezas a nadie) con Gunilla.
Y no viene mal recordarlo en un tiempo en el que las it girls son las Kardashian y su máxima transgresión es hacer un sujetador que marca el pezón erecto y los playboys ahora se llaman influencers, como si su ejemplo fuera algo a seguir.
Comentarios
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