En su libro de memorias Ulises Criollo, José Vasconcelos recuerda cuando de niño, a principios del siglo veinte, vivía en Piedras Negras, estado de Coahuila, donde su padre tenía un empleo como aduanero, y él atravesaba cada día la frontera para asistir a la escuela en Eagle Pass, estado de Texas, una vida en dos ciudades, y en dos culturas, sin alteraciones ni estorbos.
La película de Orson Welles A touch of evil, del año 1958, que recrea un ambiente fronterizo más próximo en el tiempo, nos muestra la ficticia ciudad de Los Robles, con todas las trazas de ser Tijuana, donde el paso del territorio de México hacia Estados Unidos lo resuelve amablemente un policía gringo, quien revisa por encima los documentos de identidad mientras bromea con peatones y conductores.
Tiempos idos que parecen inventados. Si uno se asoma desde El Paso, en Texas, hacia Ciudad Juárez en México, verá alzarse el muro fronterizo, una alta estructura de acero que divide de manera hostil los dos territorios. Un muro que para la mentalidad de Donald Trump debería cubrir de una a otra costa los 3.169 kilómetros de frontera, y aún adentrarse en el mar, vigas y láminas de acero, inexpugnable superficie de concreto, alambradas eléctricas, drones, detectores infrarrojos, visores nocturnos, perros entrenados en olfatear la pobreza, una barrera de boyas flotantes a mitad del río Bravo.
Aporofobia es el odio a los pobres. No se rechaza a los migrantes como tales, dice la filósofa Adela Cortina, sino su pobreza. El miedo al que no tiene nada, al extraño que, según el discurso de Trump, es sinónimo de violador, asaltante, traficante de drogas, delincuente. Un discurso dirigido a exacerbar el miedo.
Y la pobreza de la que provienen, la profunda desigualdad social de los países de los que son obligados a irse, a huir, es el equivalente de una catástrofe natural, lo mismo que los regímenes represivos. Es como si los sacara a la fuerza de su propia tierra un huracán devastador, un terremoto, una sequía. Las calamidades sociales, las carencias económicas, la miseria, las dictaduras, son la fuerza fatal que mueve al destierro.
Los derechos a la dignidad de los migrantes como seres humanos, cuando se ponen en camino, se pierden en la retórica y en las acciones represivas, en la violencia abierta y solapada, entre las barreras institucionales y los oscuros meandros del crimen organizado. El éxodo continuo de tantos miles se convierte como negocio rentable que mueve miles de millones de dólares entre cárteles, traficantes de personas, funcionarios corruptos.
Víctimas de ejecuciones masivas, asfixiados dentro de contenedores en los que viajan hacinados, arrastrados por las corrientes del río Bravo, muertos por inanición en el desierto de Arizona, asesinados por las bandas de sicarios cuando sus familias no alcanzan a pagar el precio del rescate que les imponen: por primera vez estamos en presencia del secuestro de los pobres como industria.
La competencia por cuál de los estados fronterizos de Estados Unidos dicta las medidas más severas contra ellos, se vuelve feroz. Desde arrogarse facultades de legislación migratoria que sólo competen al gobierno federal, como en Texas, para deportarlos, a leyes que permitan a los dueños de los ranchos colindantes con México a disparar a matar en contra de los que atraviesen sus propiedades, como un acto legítimo que los exoneraría de cargos criminales.
O "los guerreros americanos", o "milicias caza emigrantes", verdaderas unidades paramilitares, armadas con fusiles de alto calibre, que patrullan por su cuenta la frontera.
Más de dos millones de inmigrantes dejaron sus hogares para ponerse en marcha hacia el norte sólo en 2023. Muchos de ellos familias enteras, largas caravanas desde Centroamérica y el Caribe y el sur del continente, multitudes que atraviesan las selvas del Darién desde Venezuela, Colombia, Perú, Ecuador, Bolivia, o inmigrantes haitianos y africanos que se suman a las caravanas volando hasta Brasil.
Y también en sentido contrario, hacia el sur, las corrientes de venezolanos se dirigen al Brasil, o a Ecuador, Perú, donde se quedan, o siguen hasta Chile. Cerca de 8 millones de venezolanos emigrantes y refugiados en el mundo, según datos de ACNUR, un 30 por ciento de la población total del país.
Quienes se deciden a emigrar venden todo lo que tienen. Casas, haberes, obtienen préstamos de sus familiares para financiarse el viaje, quince a veinte mil dólares cuesta llegar hasta la frontera de México con Estados Unidos, el precio por adelantado para comprar el sueño americano, y son los mismos familiares los que correrán a vender lo poco que tengan para pagar los rescates exigidos por los secuestradores.
Hoy en día Nicaragua se ha convertido en una vía alterna para la de migración ilegal hacia Estados Unidos, con el uso expedito del aeropuerto internacional de Managua para recibir viajeros sin visado que llegan no sólo desde Cuba y Haití, como al principio, sino de países asiáticos y africanos, y que son trasegados de inmediato hacia la frontera con Honduras, desde donde siguen viaje hacia el norte. Entre los años 2022 y 2023, 600 mil personas arribaron en vuelos chárter y en vuelos regulares, desde Cuba y Haití; y también desde Francia y Alemania, con naves de matrícula rumana. Sólo entre agosto y octubre de 2023, aterrizaron 268 vuelos provenientes de Puerto Príncipe, unos 30.000 haitianos en camino hacia Estados Unidos, que representan el 60% del total de los inmigrantes de ese país.
Un aeropuerto pequeño, que regularmente opera diez o doce vuelos internacionales al día, y que tiene una afluencia de turismo marginal, recibe ahora decenas de vuelos especialmente fletados con origen en Europa, Asia, y el Medio Oriente. Un avión de matrícula rumana, en ruta desde Dubái hacia Managua, cargado con 300 ciudadanos de la India, fue detenido en Francia en diciembre de 2023 por las autoridades y regresado a su destino.
Las autoridades migratorias de Honduras han registrado el paso por su territorio, provenientes de Nicaragua, durante el año 2023, de cerca de 180.000 personas, mayormente de Cuba y Haití, pero también de China, Senegal, Guinea Ecuatorial, Mauritania y Uzbekistán. Las sanciones dictadas por el gobierno de Estados Unidos contra las compañías operadoras de estos vuelos no parecen tener efectos disuasivos.
El régimen de Nicaragua explota un doble negocio: servir de puente de trasiego de emigrantes hacia Estados Unidos, y a la vez exportar nicaragüenses productores de remesas, mayormente hacia Estados Unidos, Costa Rica y España. Sólo en el año 2022, 300 mil nicaragüenses alcanzaron la frontera de Estados Unidos. Y en los últimos años el país, de 6 millones de habitantes, ha visto irse a más del 10 por ciento de su población; las remesas alcanzaron en 2023 la cifra de 4.5 mil millones de dólares, el 30 por ciento del Producto Interno Bruto de ese año, que significan el sostén total o parcial del 60% de las familias.
Estos centenares de miles de migrantes, que son víctimas en no pocos casos de la discriminación y del chovinismo, siguen teniendo un mercado abierto de trabajo en Estados Unidos. Aportan una mano de obra más barata, y cuando se trata de inmigrantes ilegales, trabajan sin garantías laborales.
Es un trasiego que no tiene visos de detenerse, en la medida en que la crisis económica, social, y política, se acentúa. La inestabilidad laboral, el desempleo crónico, la falta de oportunidades, de educación y salud, de servicios básicos, la inflación, el creciente costo de la vida, la inseguridad ciudadana, seguirán empujando a la gente a irse, junto con la represión política bajo las dictaduras.
Según la última encuesta del Barómetro de las Américas "El pulso de la democracia 2023", casi la mitad de los 6,2 millones de nicaragüenses tiene intención de irse del país. Y otras encuestas muestras cifras parecidas en Guatemala, El Salvador y Honduras, país donde suelen formarse caravanas de miles, que marchan a pie por las carreteras rumbo al norte.
Estamos en el siglo del éxodo.
*Esta publicación es parte de la colaboración con la alianza de periodismo colaborativo otrasmiradas.info
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