Escribo estas líneas el primer domingo de mayo. He conseguido alcanzar el quiosco después de esquivar un enjambre de hijos e hijas de todas las edades que revoloteaban alrededor de la floristería de mi barrio. Querían hacerse con la orquídea más elegante, el centro de mesa más colorido o el ramo más vistoso, pues hoy es el día de la madre y, como mandan las leyes del mercado, es obligatorio llevarles algún cachivache que les recuerde cuánto las queremos.
Di a luz a mi primera hija el día del trabajador de hace 18 años. El día del trabajador, como el día del padre o el día de los enamorados, sí tiene una fecha concreta. El de la madre, en cambio, es un día cualquiera entre el 1 y el 7 del mes de las flores y lo único cierto es que cae en domingo. ¿De qué otra forma se podría garantizar que la madre tiene tiempo para preparar una suculenta comida familiar y pocas excusas para escaquearse? Pero no voy a ahondar en ese tema, no vayan a darse cuenta a estas alturas de lo malpensada que soy.
Mi primer parto fue, como he dicho, el uno de mayo. Tras la euforia inicial de visitas y enhorabuenas llegaron mis superpoderes. No, no me refiero al superpoder de saber qué le pasa a tu hijo nada más oírlo llorar (eso no pasa, lo siento) o al de distinguir el llanto de tu bebé del llanto del resto de niños del mundo (lo siento de nuevo, esto tampoco pasa). Me refiero al superpoder de volverme invisible. A decir verdad, no surgió de repente, sino que empezó a manifestarse ya durante el embarazo, cuando descubrí una parte del sistema sanitario hasta entonces desconocida: salvo algunas excepciones, matronas y ginecólogos ignoraron mis preguntas y me atendieron sin siquiera mirarme a la cara. De alguna consulta salí convencida de que me habría vuelto transitoriamente traslúcida. "Serán las hormonas", pensé, porque cualquier cosa que le pase a una embarazada es por las hormonas.
Cuando por fin nació la niña, la invisibilidad ocupó un lugar preeminente en mi vida. Dejé de existir para algunos conocidos que decían preocuparse por mi salud mientras un bebé crecía en mi interior. En cuanto cumplí con mi cometido, solo existía el bebé. El bebé se encontraba bien. Eso era lo importante. Que yo estuviera como si me hubiera pasado por encima una estampida de ñúes perseguidos por un rebaño de cabras montesas hostigadas por una manada de jabalíes era un asunto banal, totalmente secundario. A quién le importa el recipiente. El bebé. Había que coger al bebé en brazos y procurar que el papi, esa pobre víctima de una parturienta despiadada, pudiera descansar después de una noche entera de parto.
Los meses fueron pasando y pude comprobar que la invisibilidad de las madres es intermitente. Si todo va bien, la madre no existe. Si el bebé tiene mocos o tos, hay que buscarla de inmediato para someterla a examen y descubrir qué ha hecho mal: ¿No lo habrás dejado dormir destapado?¿Le pusiste la rebequita?¿Y el gorro? Da igual si son necesarias tres preguntas o trescientas. Hay que investigar a fondo. El motivo por el que la madre es culpable siempre aparece y, si no es así, se puede recurrir a "la culpa es de la teta" o a "la culpa es del biberón", según sea el caso.
Mi pareja y yo tuvimos la divertida ocurrencia de compartir el permiso maternal, una excentricidad en aquella época. Si a la jefa que entonces tenía mi marido le pareció una idea genial cargarlo de guardias nocturnas las primeras semanas tras el parto, se pueden imaginar su cara cuando dijo que se tomaba un tiempo para cuidar de su bebé. Yo, por mi parte, tenía que responder a menudo a un curioso interrogatorio:
–¿Ya has vuelto al trabajo? ¿Y con quién has dejado al bebé?
–Con su padre. Hemos compartido el permiso maternal.
–Ah. ¿Y quién se cuida del bebé?
Palabra que esta conversación tuvo lugar y no una ni dos, sino muchas veces. Y nada. Que escribo estas líneas el día de la madre, aunque no se publicarán hasta el domingo próximo. No importa. El domingo próximo podría ser el día de la madre, qué más da, si de pronto dijeran el segundo domingo en vez del primero a las madres nos daría lo mismo porque nosotras lo único que queremos es, a grandes rasgos, comer bizcocho y dormir. Y no ser invisibles. Eso también tiene que molar. Puestos a soñar a lo grande, estaría bien que el día de la madre saliésemos juntas a la calle a exigir que la sociedad pensara más en cuidarnos y menos en cargarnos con todo el cuidado. Ah, la utopía.
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