Otras miradas

El 9-O y el 12-O: la identidad y la marmota

Antonio Estañ

Carlos Mazón y Pablo Casado sostienen la bandera de la Comunidad Valenciana. EUROPA PRESS
Carlos Mazón y Pablo Casado sostienen la bandera de la Comunidad Valenciana. EUROPA PRESS

Si algo parece que forma parte de la identidad valenciana -al menos de ciertos sectores politizados- es preguntarnos cada 9 de Octubre acerca de la identidad valenciana.

Tampoco se nos puede culpar demasiado: una Transición convulsa con distintas batallas -simbólicas y literales- entre la democratización autonomista y el regionalismo blavero de ultraderecha; el posterior parche de "Comunitat Valenciana"; una historia reconocida de desvertebración lingüística, cultural y geográfica entre València y, especialmente, las comarcas del sur ("los invertebrados también pueden ser felices" diría el expresidente Lerma). Más tarde, el PP consolidaría durante 20 años de gobierno la imagen del "Levante feliz", con una identidad basada en que cualquiera podía hacerse rico, con el promotor inmobiliario como sujeto histórico revolucionario. Una identidad que prometía el protagonismo perdido frente a Sevilla, Madrid o Barcelona y que miraba a la capital del Estado por encima de los vecinos, porque ser valenciano era estar en el mapa y, sobre todo, no ser catalán.

Así, el papel de la Comunitat/País/pueblo valenciano en España ha ido pivotando en nuestra historia reciente desde polo de democratización a "zona cero de la corrupción" y joya de la burbuja inmobiliaria, hasta modelo de coalición de izquierdas, ejemplo de la experiencia estatal. Con el problema territorial sin abordar y amenazando con seguir enquistándose, y tras el procesismo bloqueando el rol estatal de Catalunya, la importancia de la Comunitat Valenciana en la federalización estatal parece ganar mucho más peso. Se ponen sobre la mesa cuestiones como las atribuciones competenciales, la reclamación de un modelo de financiación justo y la identificación como punta de lanza contra la pulsión recentralizadora y el auge del nacionalismo español que representa Madrid. Al menos eso intenta el presidente Puig postulándose a socialista periférico, abogando por la descentralización y alianzas territoriales con mayor o menor éxito y acierto.

Por si fuera poco, el PP acabó hace unos días su "rearme ideológico" (una suerte de flying circus neoliberal con defraudadores, vistos algunos invitados y sus intervenciones) en nada más y nada menos que la plaza de toros de València, invocando la figura de Rita Barberá y con la aparición estelar de Francisco Camps. En dicho cierre, el zaplanista Carlos Mazón, "nuevo" presidente del PP valenciano, propuso una nueva "Ley de señas de identidad" como la que ya plantearon al final de sus años de gobierno, donde se establecen las esencias valencianas y cómo protegerlas de los malos valencianos.

Esto de la identidad es, por tanto, algo que no sólo interesa a las izquierdas, si bien el PP encontró la suya y no se ha movido ni un milímetro. Quién sabe si a peor, visto el contexto de competencia con Vox. Porque más que "identidad", algo quizás demasiado abstracto o que algunos pretenden encontrar en una suerte de proceso arqueológico, de lo que se trata es de compartir un horizonte común para la sociedad que somos (no la que fuimos ni la que pudimos ser) que amplíe los derechos de todos, genere cohesión social y nos permita acercarnos a la sociedad que queremos ser.

Y esto no sólo se consigue recuperando la institucionalidad (y autoestima) perdida en la Gürtel ni diciendo que "aquí ya no se roba", necesitamos elementos emocionales, territoriales, proyectos de futuro y símbolos que nos representen. Y madre mía, lo de los símbolos. Si la izquierda española debate de manera periódica sobre la resignificación o uso de elementos como la bandera o la propia España, no hay consenso social -algunos dirán que sí- sobre la propia denominación de la comunidad (en su sentido de colectividad) a la que pretendemos dirigirnos. El País Valencià, denominación empleada en la Batalla de València y mayoritaria en determinadas zonas valencianas y/o de tradición valencianista o izquierdista, no lo es ni en el sur ni en un porcentaje amplio de la población que asume, sin mayor problema ni reflexión, el término de Comunitat Valenciana. Lo mismo pasa con la cuatribarrada y la actual senyera. Añadamos a esto, por supuesto, años de anticatalanismo furibundo y la entidad cultural y casi siempre misteriosa, amenazante y proscrita, dels països catalans, algo que genera en muchas capas de la población rechazo, temor, y, sobre todo, simple incomprensión.

El problema, además, es que muchos de estos "debates" se circunscriben a un grupo menor de personas o se concentran en la capital valenciana. Si Madrid representa un centralismo estatal, València no le va a la zaga en poder político, atención mediática y reproducción de desigualdades internas.  El resto del territorio tampoco ha tejido mucho más ni ha parecido importarle más allá de la afrenta, y hablamos de ciudades como Alicante, Elche, Torrevieja, Orihuela o Benidorm (sólo en la zona sur, donde la desconexión es mayor) que suman algo más de un millón de habitantes.

En lo referente a la lengua, algo clave como elemento de cohesión, el bilingüismo dista hoy mucho de ser real. Si bien se han dado pasos en la cooficialidad, comenzando a asegurar que los valencianoparlantes puedan comunicarse con la administración en su lengua, por ejemplo, todavía se asocia en ciertos sectores o bien con el "catalanismo" toda vez que los debates -tremendos- sobre la unidad de la lengua parecen ser ya algo más residuales, o bien como un ataque al castellano y el inicio de otro procés. No obstante, la convivencia de leyes de los 80 con medidas actuales como el plurilingüismo han generado conflictos pedagógicos y, por supuesto, identitarios, en especial en las zonas castellanoparlantes que, en muchos casos, se sienten perjudicadas.

Así, si en repetidas ocasiones el 9 de Octubre, día de la Comunitat Valenciana, ha sido vivido como un simple enlace con el puente del 12, estas fechas parecen tener hoy otra relación más profunda con diversos ecos. Los altercados protagonizados por la extrema derecha saliendo de cacería han aumentado en los últimos años y el nacionalismo español se muestra especialmente "orgulloso" compitiendo por ver quién hace la relectura más "desacomplejada" de la fiesta nacional. Es un buen momento, por tanto, para dejar sentir otras voces -a las que se van sumando cada vez más, desde las periferias a la España vaciada- en un marco nacional que ha estado, bien monopolizado por Madrid, bien por una "plurinacionalidad" circunscrita al diálogo (o la falta del mismo) con Catalunya.

Se juegan estos días en la Comunitat Valenciana muchas batallas que se reproducen a nivel estatal: el modelo autonómico y su agotamiento, el cambio de un modelo productivo todavía asentado en sectores precarios, la protección del territorio y la transición ecológica, la construcción de un estado del bienestar que de respuesta a situaciones actuales... Pero, también, la coexistencia entre lenguas asumiendo la pluralidad como riqueza, la cohesión interna que no reproduzca centros y periferias, la necesidad de compartir un horizonte de progreso y bienestar en un mundo de inseguridad y precariedad más allá de mirar hacia un pasado idealizado.

Por tanto, aunque tengamos -al menos- dos denominaciones distintas, si cada sociedad es, ni más ni menos, aquello que llega a ser, sin esencias a descubrir ni ADNs a conservar, la "identidad valenciana" y su continuo debate tampoco nos hace tan diferentes al resto. Observar esto, a la vez que reivindicamos nuestra diversidad, es necesario tanto para salir del bucle, como para tratar de construir en momentos difíciles y complejos como los que tenemos

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