Otras miradas

Escribo sobre escribir

Israel Merino

Periodista y escritor

Un chico mirando al mar. Khusen Rustamov / Pixabay
Un chico mirando al mar. Khusen Rustamov / Pixabay

Hace unos días, me quedé dormido sobre el teclado mientras escribía. Es decir, me quedé dormido sobre el teclado mientras trabajaba.

No voy a jugar la carta cínica de que este trabajo, el de contar historias en periódicos, revistas y, muy de vez en cuando, libros es más duro de lo que parece, pues sería mentir. Obviamente, es un trabajo complicado, uno en el que las capacidades cognitivas, cual palo lijado a cuchillo, se van desgastando poco a poco; sin embargo, hay que saber reconocer el privilegio y decir que es menos duro que el de un camarero, un obrero de la construcción o un comercial de una operadora telefónica. Pero no es oro todo lo que reluce, jurado, y muchas veces esta movida te machaca.

Como iba diciendo, hace una semana, justo después de las elecciones, mi cabeza no aguantó más y petó. Recuerdo que tenía una pila de temas, reportajes, columnas e intervenciones en radio que finiquitar. Una de esas pilas interminables que van creciendo y creciendo por culpa de la autoexplotación, un demonio que vive en todos los reporteros autónomos (más bien, autónomos en general) y nos hace echarnos a las espaldas cosas que no podemos abarcar, aun a riesgo de fumarnos los plazos de entrega y que el redactor jefe, desesperado porque los mails con archivos adjuntos no llegan, acabe contratando a un pandillero para que nos vacíe un cargador en la pierna.

Aquella noche, decidí pasarla en vela escribiendo. Sin embargo, mi cerebro dijo que no, que él ya no podía más, y al día siguiente me desperté con un QWETY marcado en la mejilla, el teclado lleno de babas y un montón de letras inconexas escritas en el Word.


Muchas veces, me pregunto por qué escribo y la respuesta siempre es la misma: para entender lo que sucede a mi alrededor. Soy un pibe joven, inexperto y curioso, y la mejor forma que he encontrado de comprender el mundo es explicándoselo al resto. Sin embargo, hay veces que esto no me basta.

Más de una vez, los pensamientos intrusivos me poseen y me hacen preguntarme si realmente lo hago por placer, porque me gusta y lo disfruto o, ya en este punto, solo por dinero, solo por pagar a duras penas el alquiler. Realmente, ¿merece la pena sacrificar esa chispita interior mía, ese hobby que me hace sonreír cada vez que termino una historia, solo por mal comer de hacerlo? Sé que sí, pero dudar también es humano (y hacerlo, además, me da para escribir esta columna veraniega).

Otras tantas veces, además, me planteo tomarme un descanso, aunque sea de unos días, pero no puedo. Esa mirada periodística, ese ojo de cabra que me obliga a intentar entender todo el rato, a todas horas, lo que pasa a mi alrededor, no hace más que agudizar la sensación de no poder desconectar. Soy como un yonki de la última hora.

Este finde pasado, por ejemplo, me escapé a la playa a gastar mis famélicos ahorros en pasar un rato haciendo cualquier cosa que no fuera escribir no ficción, sin embargo, fue imposible. Recuerdo que, a los diez minutos de estar bajo la sombrilla, me caté de que había unas gaviotas muy raras, como de un pelaje más claro de lo habitual, y me sorprendí a mí mismo buscando en Google si eran una especie invasiva y, sobre todo, si había un tema que rascar para escribirme un repor.

Ya en el chiringuito, caí en la cuenta de que había un pavo tirando con una lancha a motor una salchicha de esas acuáticas que llevan a gente borracha, y me puse a preguntar por ahí, bloc de notas del móvil en mano, qué tipo de permisos había que solicitar para hacerlo.

El colofón de mi locura vino al rato, volviendo al apartamento, cuando me caté de que el dueño de una churrería llamada Peter’s se parecía muchísimo a Alberto Garzón, el de IU, y que quizá aquella escena me podría dar para escribirme una columna guapísima: estoy malito, lo sé.

El caso es que quizá el problema no es mío, sino, nuevamente, de ese tormento llamado capitalismo, el cual nos obliga a tener que estar en la brega todo el día; una brega que, es cierto, mola, pero de la que de vez en cuando también me gustaría poder salirrrnofnofsywebsosngodge.

(Perdonen el final del párrafo anterior: creo que me volví a quedar dormido escribiendo).

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