Otras miradas

El recuento inhumanitario y la obscena Ley de Talión

Víctor Sampedro Blanco

Catedrático de Comunicación Política en la URJC

Columnas de humo en Gaza tras el impacto de los misiles israelís - EFE/EPA/ABIR SULTAN
Columnas de humo en Gaza tras el impacto de los misiles israelís - EFE/EPA/ABIR SULTAN

Las víctimas invalidan la noción de victoria, al mostrarlas como fruto de la insania que considera a otros seres humanos objetivos bélicos o "efectos colaterales". Tanto da. El asesinato en masa de los gazatíes ha borrado la diferencia entre ambos conceptos.

La población civil palestina, en su conjunto, está siendo masacrada como respuesta a los ataques terroristas del 7 de octubre. La desproporción es tal que, más allá de un escarmiento, Israel está dejando claro que aplicará la Ley del Talión con desmesura, saña e impunidad. Limitarnos a enumerar los "muertos" es (como lo sería en el caso del terrorismo islamista) hacer propaganda, publicitar una amenaza criminal.

La muerte de un solo niño, judío o palestino, habría bastado para parar esta masacre. Si se le pone nombre, familia y biografía, supone una tragedia de idéntico peso que los miles (cualquier cifra es una conjetura o un infundio, ambos a la baja) de menores gazatíes, de civiles masacrados hasta ahora.

No basta con enumerar las víctimas. Hay que contarlas en otro sentido. No importa su número tanto como sus proyectos de vida, personales y colectivos. Importa lo que aquella niña era y hacía antes de ser mutilada. Importan las esperanzas que la alentaban mientras respiraba, siempre bajo un cielo de plomo.


Un gazatí de 17 años ha podido haber sufrido unos ocho bombardeos: en 2006, 2007-08, 2012, 2014, 2019, 2021, 2022 y 2023[1]. Creció preso, sin salir de una celda de 365 kms cuadrados. Y ha vivido estigmatizado por un régimen de apartheid que recorta los derechos del 20% de la población por su religión o etnia. Ahora, ni siquiera le reconoce el derecho a la vida.

Pero las niñas palestinas que nos muestran muertas o agonizantes no renunciaron nunca, ni un solo día, a su liberación. Arrojaron piedras a sus carceleros. Soñaron entre rejas. Cantaron, jugaron y amaron en un campo de refugiados, que terminó siendo un calabozo hacinado.

Quien considere que el párrafo anterior justifica el terrorismo contra Israel o que apoya a Hamás no reconoce la condición humana de los niños palestinos. Las historias personales, enmarcadas en un futuro colectivo, confieren entidad a estas vidas cercenadas tan pronto y de forma tan obscena, con semejante crueldad e hipocresía.


Los estudios señalan una cobertura mediática desigual de las víctimas de conflictos precedentes entre Palestina e Israel. Por ejemplo, entre enero de 2021 y agosto de 2022, el 90% de las víctimas israelíes contaron con noticias que explicaban sus casos, frente al 74% de las víctimas palestinas. Fuera del periodo bélico, los muertos israelíes aparecen casi el doble (87,5%) que los palestinos (46,73%). Son datos extraídos de más de mil piezas informativas de doce medios españoles y catalanes.

Para sentir los muertos y contarlos como propios, es preciso enmarcarlos en la diáspora del pueblo palestino y en los crímenes de lesa humanidad perpetrados, incesante y repetidamente, contra él. Un mero recuento de cadáveres y heridos apenas deja clara la potencia criminal de la represalia. Certifica una venganza a gran escala que resulta impune y se esgrime como amenaza futura. La solución al conflicto se limita a consumar el escarmiento.

La pseudoinformación bélica actual aplica una contabilidad inhumanitaria, en el sentido de inhumare (enterrar). La avalancha cotidiana de números ensangrentados normaliza las cifras de los hasta ahora asesinados. Borra su identidad, los sepulta en el olvido y anuncia que otros muchos sufrirán su destino. Desde el inicio avisaron que la carnicería va para largo. Y no cesan de repetirlo.


No importa tanto el número de muertes como el relato de unas vidas insumisas, inasequibles a la diáspora y al encierro, al destierro y a la derrota. Los periodistas palestinos han quedado como únicos testigos para contar estas historias, pero es fácil tacharles de propagandistas de Hamas. En consecuencia, se les elimina. En solo dos meses murieron el mismo número (63) de periodistas que en 20 años de Vietnam (1955/75): 59 de ellos eran árabes y cuatro, israelíes.[2]

Israel impide entrar a los reporteros occidentales porque, seguro, alguno caería bajo el alud de bombas. Y, entonces, la muerte de, por ejemplo, una bella reportera norteamericana despertaría la indignación y la consiguiente presión de la opinión pública norteamericana sobre Joe Biden.

Este no es un conflicto de civilizaciones, ni étnico ni religioso, sino geoestratégico. Las elecciones en EE.UU. ofrecen incentivos para rebajar el apoyo a Israel. Si el representante estadounidense en la ONU sigue alzando el brazo (un gesto con una historia siniestra) para vetar el alto el fuego, le restaría votos a Biden. A no ser que este exterminio siga considerándose justificado.


Personificamos el sufrimiento de Palestina en las mujeres y los niños. Pero son tan víctimas como sus maridos y novios, sus padres y abuelos. Centramos el cómputo del terror en madres e hijos. Y su visibilidad es comprensible. Simbolizan, como nadie, la atrocidad a la que asistimos. Pero hay una razón adicional. No se les identifica como terroristas, como ocurre con los varones adultos que aún sobreviven en Gaza. ¿O sí?

Reconozcamos que, en el fondo, creemos que todo palestino, de cualquier edad y género, colabora de un modo u otro con la yihad. Sólo así se explica que asistamos impasibles a esta ignominia.

La guerra (anti)terrorista que se dijo "eterna" y se desató el 11-S ha impuesto el relato hegemónico que pretendían los dos fundamentalismos en liza: el islamista y el neoconservador, que se han extremado e impuesto a su versión laica. Hamás, por una parte, el integrismo sionista y el supremacismo judaico, por otra, han convertido a toda la población civil, la de Palestina y la de Israel, en efectivos y objetivos militares.


Asistimos a un terrorismo de estado, desplegado a gran escala, que combate a un pueblo sin estado. Y que, en su totalidad, se considera terrorista; incluidos los neonatos y los no concebidos. La pseudoinformación (esta propaganda bélica basada en números) define a todos los y las gazatíes como presuntos (y, por tanto, potenciales) terroristas. Sólo así se entiende que no detengamos esta matanza.

Las pantallas recuentan a quiénes mueren a diario como miembros o escudos de Hamás. De seguir vivos atentarán, hoy o mañana, contra Israel o aquí mismo. Son terroristas o los parirán. Y las madres, no contentas, los alimentarán, cuidarán y sanarán para enviarlos a la yihad. Cuidado, que este es también el relato de Hamás; pero sermoneado en positivo, con la retórica del martirologio. Atención, que ninguna guerra es santa, porque los discursos belicistas realimentan al demonio.

Ese es el subtexto frente al que prevenirse, la narrativa soterrada que sostiene esta atrocidad de cómputos necrológicos, ilustrados con imágenes intolerables. El resultado es la completa deshumanización de unas víctimas que se perciben no solo ajenas, sino enemigos a abatir. La criminalización se acompaña de empatía con las víctimas que se consideran propias; es decir, apropiadas.


La condena de los más de mil asesinatos y secuestros perpetrados por las Brigadas Ezzedin Al-Qasam en octubre es requisito obligatorio para escribir sobre este asunto. ¿Hace falta tacharlos de "intolerables", "injustificables", "repulsivos"... etc.? Pues lo hago, porque claramente lo son. Pero presentándolos así y como premisa obligada, sin contexto ni matices (tachados de justificaciones), los propagandistas de esta atrocidad nos sitúan en el kibutz, en la colonia o el asentamiento ilegal...

Sufrimos, pues y con razón, el conflicto en la piel de unos chavales y chavalas que, posiblemente votaban laborista, odiaban a Netanyahu y hacían una rave en la que podrían participar nuestros hijos. Pero así, señalamos al enemigo y escogemos bando. Así, toleramos la compra a Israel de armas y de tecnología de espionaje (ensayadas en Gaza y Cisjordania). Así, no exigimos el Boicot, la Desinversión y las Sanciones (BDS) contra Israel, que tanto minaron el apartheid en Sudáfrica.

Todo relato puede resumirse en una caricatura. Lo condensa de golpe. Y la ironía permite desvelar lo implícito, decir lo innombrable. Ocurrió con una imagen del Washington Post, que el pasado 6 de noviembre representaba a un líder de Hamás atado a niños, un bebé y una mujer con hijab. El título precisaba que, en lugar de explosivos, el terrorista se ceñía un cinturón de "escudos humanos".

La posterior retirada de la caricatura alcanza el nivel máximo de cinismo e hipocresía. Revela que Occidente ni siquiera reconoce y no puede mirar de frente la perversión de sus valores más básicos. Hemos generado una representación del mundo árabe e islámico tan obscena que resulta intolerable. No se puede hacer explícita. Resulta insoportable, incluso para quienes así justifican una limpieza étnica.

La devaluación de las víctimas palestinas (su valor es decreciente) se demuestra revisitando una imagen que en su tiempo resultó espeluznante. En 1974, Kim Phuc, una niña de nueve años fue fotografiada mientras escapaba, desnuda y llorando de dolor por el napalm que le quemaba la espalda. ¿Cuántas imágenes así, o más dramáticas, hemos visto ya?

La foto de Kim Phuc convocó las protestas contra la guerra de Vietnam. Fue un icono del pacifismo y el antimilitarismo del siglo xx. Entonces, apenas hacían falta más imágenes para denunciar otros cuerpos abrasados en tantos otros lugares. Mostraba los efectos de un ardor guerrero que, entonces, se tachaba de imperialista, colonialista y racista. Así, sin tapujos.

¿Por qué no aplicamos estos calificativos ahora? ¿Cómo podemos hablar de "legítima defensa" o, incluso, de "guerra" ante semejante desproporción de recursos y de víctimas? ¿Por qué un menor gazatí asesinado sólo nos provoca impotencia e indiferencia? Dentro de poco, hartazgo y miradas esquivas.

La historia de las Kim Phuc palestinas está siendo sepultada en un suma y sigue inacabable, en un recuento macabro de víctimas anunciadas, previstas y sin fin. En suma, el horror. Lo mismo que exclamaba Marlon Brandon en Apocalypsis Now (y antes Joseph Conrad, en el Congo).

Kim Phuc ejerce de embajadora de la UNESCO. Cabría soñar que sus trasuntos en Gaza liderasen una ONU capaz de imponer el alto el fuego y la entrada masiva de asistencia humanitaria. ¡Ya!

Pero la abundancia de imágenes cruentas es tal que los muertitos palestinos lograrían visibilidad como tiktokers si promocionasen, por ejemplo, ropa. A poder ser, de camuflaje. Encajar en el mercado, en este caso de hazañas bélicas, es prerrequisito de visibilidad. Anda que no hay testimonios terribles en las redes.

Pero Facebook censuró en 2016 la imagen de Kim Phuc por considerarla pornografía para pederastas. Como se lo cuento. El algoritmo detectó el rostro de una niña y una superficie de piel desnuda inadmisible. Bastó para borrar un mensaje con su imagen. Y lo sabemos porque era de un periódico de Noruega y así lo denunció su Primera Ministra[3].

Las plataformas digitales (por extensión, los medios) han banalizado la denuncia política por sobresaturación. Y la invisibilizan por razones comerciales. Han llegado a confundir el pacifismo con el porno. Censuraron a Phuc como harían con una socia de Nacho Vidal, porque su presencia ahuyenta a las grandes marcas.

La verdadera pornografía es la Ley del Talión hardcore que justifica una cultura de violación en masa. Es la viñeta del Washington Post: un palestino cualquiera, un terrorista. Su familia, escudos humanos. Los hijos: futuros terroristas. Las esposas, sus incubadoras.

La representación es tan despiadada y desalmada que funciona sin mostrarse. Hipócritas, no la reconocemos como propia. Y la censuramos con cinismo, después de publicarla.

Está ocurriendo y no lo estamos viendo, al contrario de lo que decía la CNN en los comienzos de este espectáculo. Insisto, sin piedad ni alma.

 Para leer este artículo en gallego...  

NOTAS

[1] Cifras aportadas por Razan Malash, citando a AlJazeera.

[2] Sherry Ricchiardi (2006). "Dangerous Assignment." American Journalism Review https://ajrarchive.org/Article.asp?id=4003&id=4003. Y "Journalist Casualties in the Israel-Gaza War." Committee to Protect Journalists (2023) https://cpj.org/2023/12/journalist-casualties-in-the-israel-gaza-conflict/

[3] Víctor Sampedro (2018). Dietética Digital para adelgazar al Gran Hermano, Icaria, Barcelona pp. 60-62. https://dieteticadigital.net/olvido-digital-y-amnesia-colectiva/

Más Noticias