Otras miradas

Las residencias y el terror

Israel Merino

Residencia de mayores Francisco de Vitoria, en Alcalá de Henares, Madrid-. X de Alejandra Jacinto (@AleJacintoUrang)
Residencia de mayores Francisco de Vitoria en Alcalá de Henares, Madrid-. Alejandra Jacinto (@AleJacintoUrang) en X.

7291. Siete mil doscientos noventa y un muertos, miles y miles de historias más de terror. 

Se habla malamente de terrorismo, pero se habla poco del simple acto de sentir terror; de notar cómo los pies se transforman en lidocaína y empiezas a sentir cómo no puedes hacer nada más que mirar y rezar para no ser tú el próximo (no hay nada más terrorífico que sentir la necesidad de rezar aun no siendo creyente).  

La Cadena SER ha publicado algunos informes de la Policía Municipal sobre la situación de las residencias públicas madrileñas durante la pandemia y lo primero que he sentido es terror. No por mí, no, sino por los que vieron y sufrieron eso. Eso es la palabra que lo define, signifique lo que signifique.  

Se puede leer en esos informes que en las residencias se acumulaban los muertos, pero nadie iba allí a darles un fin humano e higiénico; que los enfermeros no tenían EPIs y tenían que protegerse con bolsas de basura, pero nadie les ayudaba para acabar con esa ironía horrible cual tahúr degollado; que residentes con problemas cognitivos danzaban solos y perdidos por los pasillos, pero nadie hacía nada para evitarlo.  


Todo eso que ellos sintieron es terror. Terror auténtico, el de la impotencia y la rabia y el no poder hacer nada; el de sentir pánico atroz e injusto, pues dudo mucho que nadie se merezca eso; el del dolor de ver al que fue tu compañero de habitación, quizá amigo íntimo, muerto y con la lengua negra y agrietada resbalándose cada vez más hacia la colcha. También el terror del olor nauseabundo, si nos ponemos asquerosos, y el de desear morir rápido, pues sabes que nadie te derivará a un hospital 

Terror por no ver a tu familia, por no saber si vas a poder despedirte de ellos, por tener la certeza casi total de que vas a morir (¿quién dudaría en esas circunstancias de que no va a morir?). Terror por saber que nadie hace nada, terror al sentir las zapatillas anatómicas de los profesionales acercándose a tu habitación, terror al escuchar que la presidenta de tu comunidad autónoma está bien a gustito, protegida entre los mármoles de la Real Casa de Correos de la Puerta del Sol y un apartahotel de lujo en Plaza de España, hablando de cervezas y de terrazas y de putos torreznos (cervezas que no probarás, terrazas que no pisarás, putos torreznos que quizá imaginarás antes de que los paliativos te tumben la conciencia).

Creo que desde aquí fuera, al otro lado de los muros de la residencia, no podemos hacernos a la idea del terror que se vivió ahí dentro (de hecho, creo que lo mejor para nuestras ansiosas cabezas es no hacerlo); sin embargo, creo que sí podemos hacernos a la idea de cómo actuar.  


Podemos empezar a hacernos a la idea de que no hubo derivaciones a los hospitales y de que los protocolos de la vergüenza, esos que niega Isabel Díaz Ayuso, existieron; también de que no se medicalizaron las residencias y todo se dejó a la suerte de nadie. Y que nada de esto parece ser un error, no, sino unas políticas muy claras funcionando a toda máquina.

Tras leer los informes de la Policía Municipal de Madrid, tengo la certeza de que Ayuso no debe dimitir: lo que tiene que hacer es sentir terror en un juicio sumarísimo donde se demuestre su responsabilidad.

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