Rosas y espinas

El día después

Supongo que soy muy burro, pero con las predicciones macroeconómicas de crisis siempre me pasa la misma cosa. Nos anuncian ahora con convicción ineluctable que, cuando se domestique la pandemia de una u otra forma, nos preparemos para una recesión similar a la vivida tras la caída de Lehman Brothers. O sea, que sufriremos otra oleada de precarización laboral, pérdida de derechos y, en muchos casos, hambre. Porque no hay que olvidar que en la maltrecha España de hoy, como también sucedió en la España del crecimiento yuppie, hay gente que pasa hambre. Que no puede cubrir sus necesidades básicas. Este mismo periódico lleva la palabra maldita a los titulares de hoy: "La pandemia aflora el hambre: las peticiones de ayuda para comer crecen hasta un 50% en las grandes ciudades".

Sin embargo, si lo miramos con simpleza de pastorcillo bucólico, cuando todo esto pase no habrá nada esencial menos de lo que ya existía antes de aparecer el coronavirus. O sea, los campos no están arrasados y podremos producir las mismas cosechas. Las gallinas, los cerdos, las vacas y las merluzas que nos dan de comer no han sido arrasadas por un meteorito. Las fábricas podrán recuperar su aliento sin otro recado que un engrasado de máquinas bostezantes. El agua, más o menos igual de sucia, seguirá corriendo por nuestros ríos. Y todo en este plan. No veo yo, por tanto, que los que nos preocupamos por comer tengamos que sentir intimidación alguna: hay agua y comida para todos. Incluso seguirá habiendo para todos si decidimos acabar con el hambre y la sed del mundo, decían los expertos. Leo en eldiario.es (suerte, compañeros) que los ganaderos españoles están tirando leche porque no le encuentran salida comercial. Por poner un ejemplo azaroso.

Sin embargo, ahí están los que saben, preparándonos para interiorizar que cuando volvamos a la normalidad habrá menos pan, menos agua, menos peces, menos carne y menos piña para la pizza blasfema. Al pueblo español le tocará sufrir otra vez, decía el otro día un abnegado tertuliano de cuyo nombre no puedo acordarme.

Es verdad que hemos dejado de fabricar coches y lavadoras, que se han cerrado los Burger King, que ya no quedan en el súper muchas lacas para el pelo, que los astronautas se están mirando el dedo y no la luna, que las pistas de pádel están vacías, que la Bolsa se desploma un 22%... Pero todo eso es ficción de mercado. Nadie morirá si no se fabrica un solo coche en el mundo durante seis meses. Si no volviera a abrir un Burger (otra cosa son las benditas tabernas). Tampoco tendría que morir nadie si la Bolsa cayera al 100%, salvo algún banquero histérico con rascacielos a mano y corazón en blanco y negro. Por alguna razón inextricable, tengo la infundada pero preciosa certeza de que el mundo está siendo mejor durante estos días en los que el ser humano ha sido encarcelado en preventiva. Desde mi jardín humilde, veo y escucho la naturaleza, y la siento estos días raramente feliz (perdón por la horterada, pero esas cosas se notan si convives con un jardín salvaje durante veinte años).

El día después, sin embargo, cuando recuperemos todo eso, resulta que nos dicen que va a haber menos, que nos vayamos preparando los de siempre, que pertrechemos nuestras almas para un nuevo tiempo de economía guerrera, que nos despidamos del jardín. Yo creo que, al menos por una vez, no deberíamos dejar que nos engañasen. El día después no va a haber menos. Habrá lo mismo pero estará aun peor repartido.

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