Tiempo real

Taconeo

Desde hace algunos años, el taconeo se ha ido acentuando. Es como si taconear confiriera autoridad, independencia. Como si, a la manera de un anuncio, taconear reclamara atención.
La calle, ya se sabe, es de todos y de nadie. A veces un paseante sin ínfulas oye acercarse de atrás un taconeo pausado, de tonalidad grave, y espera que se le adelante un cowboy. No siempre es eso. A menudo se trata de una sílfide con botas (y telefonito al oído) que se abre paso entre el gentío ayudándose aquí y allá con los codos, sin distraer la atención de su conversación hertziana ni dedicar un segundo a un gesto de disculpas. El taconeo puede, en cambio, ser rápido y de tonos agudos y, no obstante, que quien se adelante al paseante discreto sea un joven rapado, mal afeitado, enfundado en un abrigo negro sobre traje negro, camisa violeta y corbata amarilla, luciendo botas marrones muy puntiagudas cuya percusión, no hace mucho tiempo, habría correspondido más bien al calzado elegante, liviano de una mujer esbelta que llega tarde a una cita.

Siempre hubo taconeos para todos los gustos. Lo que ha aumentado son los decibelios. Quizás se deba al deseo de no pasar desapercibido, un deseo tal vez atizado por el anonimato al que toda muchedumbre somete al individuo sin otro recurso para distinguirse. Los zapateros han sabido añadir a las cualidades clásicas de su oferta la del ruido del taconeo que es capaz de producir.

Todo ello no pasaría de ser pintoresco, si no fuera porque muchos taconeadores tienden a regodearse especialmente en ambientes por naturaleza silenciosos. Una de las exposiciones de arte más singulares de Madrid es Une semaine de bonté, los collages originales, que Max Ernst
realizó en 1933 y que puede verse en la sala de la Fundación Mapre (Paseo de Recoletos 23). De dimensiones reducidas (unos 15x20 cm), estas 184 obras cumbre del surrealismo piden ser vistas de cerca y con mucha atención. Y en absoluto silencio.
Mi señora y yo no tuvimos suerte. Por lo general, mujeres, pero también algún que otro varón y, en nuestro caso y muy en particular, una pareja, todos ellos jóvenes, aprovechaban el fino parqué para lucir su estentóreo taconeo, no menos molesto que los teléfonos móviles en una sala de cine.
Una modesta sugerencia –seguramente poco eficaz– sería aconsejar al público que reduzca el volumen de sus tacones. Otra, menos modesta, pero de rigor en museos de Rusia, sería obligar a los asistentes a descalzarse a la entrada y ofrecerles provisionalmente unas pantuflas para recorrer calzados la exposición. El silencio sería así, como lo pide la obra de Max Ernst, total.

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