Traducción inversa

Vampiros

Soy, esto es obvio, de la generación de la televisión. Como todos los amantes del cine, añoro sensaciones que nunca podré experimentar. El miedo, por ejemplo, segregado por un primer plano de Bela Lugosi –pantalla grande- certificando, en un inglés también terrorífico, su hemofílica identidad: "I am Dracula". Y enseguida "I dislike mirrors" ("No me gustan los espejos"). Los que pudieron ver el Drácula de Ted Browning (1931) en una pantalla de cine no lo olvidaron fácilmente. Yo lo vi por televisión a los ocho años y el pavor que experimenté era tan punzante como miles de agujas.

  El cine glamurizó a los vampiros y la pequeña pantalla los banalizó. Con su género, sin embargo, ocurre lo mismo que con el western: cada lustro se da por muerto, pero siempre resucita. Ahora los chupasangres, sin embargo, son carne de cañón para adolescentes. Los vampiros son inmortales, pero los quinceañeros sólo aspiran a que llegue el sábado por la noche. La combinación es posible siempre y cuando se entienda por "vivir eternamente" no superar nunca los veinte años, luchar denodadamente contra el acné y tener adicción a los amores platónicos.

  Mi hijo me convence para ver las películas de la saga Crepúsculo. Veo la primera en DVD. Esos vampirillos de instituto, pálidos y pasablemente misteriosos, parecen los sobrinos tontos de Bela Lugosi. La señora o señorita Meyer me merece todos los respetos, pero a los que descubran el género ahora yo les recomendaría que leyeran la novela original de Bram Stoker (1897). Apareció al mismo tiempo que el cine e inauguró un matrimonio salvaje y turbador. Y aún dura.

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