El óxido

La figura del indulto

El indulto a varios Mossos d’Esquadra condenados por torturas, a un kamikaze que provocó la muerte de una joven de 21 años o a un banquero han creado indignación entre los ciudadanos y la judicatura. No es para menos. Perdonar un delito tan execrable como el de la tortura por parte de funcionarios públicos no es admisible en un Estado de Derecho y demuestra la impunidad con la que en muchas ocasiones actúan los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Cuando el indulto se aplica a delitos especialmente reprobables o a los poderosos por el mero hecho de serlo, se convierte en una medida injusta que además provoca inseguridad jurídica.

Se ha dicho que la figura del indulto es un vestigio del absolutismo monárquico y que supone una injerencia del poder ejecutivo en el judicial. Y todo ello es cierto. Los jueces han puesto el grito en el cielo ante un procedimiento que resta autoridad a las decisiones de los magistrados y que se utiliza con una discrecionalidad en ocasiones exagerada y sin justificación. Incluso se ha creado una página web, www.elindultometro.es, donde se denuncia el uso indiscriminado de esa potestad gubernativa por parte de los sucesivos gobiernos de nuestra democracia.

Pero una cosa es la figura legal del indulto y otra muy distinta el mal uso que de ella hacen los gobiernos. No se puede tomar la parte por el todo y censurar una medida que en algunos casos puede servir para corregir los excesos del poder judicial, la lentitud de los procesos de reforma legislativa o la generalidad de las normas penales que no pueden contemplar las situaciones particulares que requieren de un trato individualizado y humanitario.

Recientemente se ha utilizado la figura del indulto para librar de prisión a Emilia Soria, una joven que utilizó una tarjeta de crédito ajena para comprar leche y pañales para su bebé. Y ya somos casi 200.000 personas las que hemos firmado en Change.org para que le concedan el indulto a David Reboredo, un ex toxicómano que ha tenido que ingresar en prisión por un delito cometido hace siete años por vender 0,2 gramos de heroína. El caso de Reboredo es aun más sangrante conociendo la historia de este hombre que ha pasado por un proceso de rehabilitación y ahora colabora en ONG que ayudan a toxicómanos a seguir sus mismos pasos. No hay ley que justifique que este hombre pase ni un minuto más privado de libertad.

El indulto es, por tanto, una figura necesaria que no solo se aplica mal, en casos que no lo merecen, sino que se aplica poco si tenemos en cuenta el elevadísimo número de presos por delitos menores en las cárceles españolas. Se dirá que se trata de una "medida excepcional", como dicen las leyes de nuestro país. Pero desgraciadamente la excepcionalidad de condenas penales excesivas e injustas es más numerosa de lo deseable. Y parece razonable que exista algún mecanismo que pueda revertir, justificadamente y por motivos humanitarios, las penas de prisión ante delitos menores.

En cuanto a la injerencia del ejecutivo en la tarea que desempeña el poder judicial, se trata de un argumento un tanto tosco. La separación de poderes ideada por Montesquieu no supone crear compartimentos estancos potestativos sin conexión entre ellos. Por el contrario la separación de poderes supone asumir el principio anglosajón de checks and balances (controles y contrapesos) por el cual un poder tiene que vigilar y corregir los excesos que puedan cometer los otros y de ese modo crear un equilibrio que impida la supremacía de un poder sobre los demás.

Aun asumiendo que la figura del indulto supone una intromisión en la tarea que deben desempeñar los jueces, habrá que colegir que se trata de una injerencia de un poder democrático, el ejecutivo, en otro que lo es tan solo de forma secundaria, el judicial. Sin duda los indultos deberían ser fiscalizados, tal vez por el legislativo, para controlar la discrecionalidad de la medida e impedir su aplicación injusta. Y cada indulto debería ir acompañado de una propuesta de reforma legislativa que contemplase los motivos argüidos para perdonar el delito de modo que pudieran ser aplicados en el futuro por los jueces. Se requiere por tanto una reforma de la figura del indulto. Pero no para limitarla o eliminarla sino para darle mayor legitimidad a un procedimiento que en muchos casos ha servido para impedir que una justicia ciega y sorda destrozase la vida de ciudadanos que no lo merecían.

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