Punto de Fisión

En manos de Homer Simpson

En marzo de 2011, cuando reventó la central nuclear de Fukushima, yo acababa de dar a luz Punto de fisión, la novela de donde toma su título esta trinchera, y algunos amigos malpensados comentaron si no tendría algo que ver yo en el asunto. Aunque el libro había empezado a germinar en mi cabeza tres o cuatro años atrás, me las había apañado para que su publicación coincidiera no sólo con el aniversario de Chernobyl sino también con el advenimiento de la mayor catástrofe nuclear desde entonces. Me preguntaban por mi sentido de la oportunidad al sacar una novela en la que la pavorosa ciudad de Pripyat era el escenario principal, y sólo podía responder que lo que me extrañaba es que en tantas décadas no hubiera habido más Chernobyls y más Fukushimas.

Al parecer, dos años después del desastre, Fukushima ha dejado intacta la sólida reputación de la energía nuclear como la más fiable y económica. Es como si te dijeran que, siempre y cuando uses condón, es seguro acostarte con una ramera barata enferma de sífilis y gonorrea. Cuando me documentaba para la novela, me extrañó descubrir cuán poco en realidad se había escrito sobre Chernobyl, ya fuesen libros de ficción, testimoniales o científicos. Entonces alguien, no recuerdo si editor o escritor, me dijo que mi novela podría ser cualquier cosa excepto un éxito de ventas. No le faltaba razón. Nos encanta fantasear con el apocalipsis maya o con el calentamiento global, con vastas fantasías de destrucción donde meteoritos arrasan Nueva York o maremotos engullen los Alpes, pero jugar con el fin del mundo como posibilidad real y que te lo estampen en la cara es otra cosa. A nadie le gusta recordar que una vez casi medio mundo se fue al carajo sólo para que no subiera mucho el recibo de la luz. No es plato de gusto descubrir que una nube radiactiva cuyos pétalos llegaron hasta Japón, Suecia, Alemania y Yemen, fue provocada por la avaricia humana, espoleada por la estupidez y la imprudencia.

Leí lo bastante sobre el accidente de Chernobyl (en especial el libro extraordinario de Frederik Phol) para comprender que lo que sucedió aquel día terrible en las entrañas de la central fue un cúmulo de despropósitos digno de un episodio de Los Simpson. En los debates donde me llamaron para hablar de Fukushima, como si yo fuese no un novelista sino un experto en fisión atómica, me di cuenta de que no había un solo defensor acérrimo de la energía nuclear que no pudiera emular a Homer Simpson. Poco después del terremoto de Japón, uno de los ingenieros rusos a cargo de la limpieza de la zona de exclusión señaló que Fukushima acababa de demostrar, de golpe, que no habíamos aprendido ninguna lección de Chernobyl. Sin embargo en uno de aquellos debates esperpénticos alguien, probablemente familiar de Homer Simpson, se atrevió a apuntar con desparpajo demencial que hoy día las centrales nucleares se fabrican a prueba de meteorito. De meteorito, dijo, y se quedó tan ancho. Le señalé que yo no sabía mucho de física y menos de astrofísica pero que si un meteorito del tamaño de una naranja cayese sobre una central nuclear no quedaría más que humo.

Resulta tragicómico que, más de medio siglo después de Hiroshima, el hombre no haya inventado aún ninguna fuente de energía más segura que cascar un átomo a hostias. Mientras la radiactividad de Fukushima está a punto de verterse al mar y las autoridades competentes (?) calculan que todavía tardarán unos treinta años en terminar de desmantelar la central, mejor seguir soñando con dragones y marcianos y dejar las cosas serias en manos de Homer Simpson.

 

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