El mundo es un volcán

La farándula como deporte de riesgo

Marta Sanz no suele ser clemente con el lector. A veces se pone borde con él, le fustiga, no le deja sentirse cómodo, disfrutar sin más. Huye de lo trillado en la trama, el fondo y la forma. No es cervantina ni tolstoiana ni galdosiana. No se parece ni a Martínez de Pisón, ni a Landero ni a Mendoza, escritores apóstoles de una ortodoxia narrativa cuya seña de identidad estilística es la claridad. Quizá muestre ecos de Chirbes, pero con más ruptura estética. Para encontrar algún parentesco –y no estoy seguro de que la comparación complazca a ninguna de las dos- hay que leer a Belén Gopegui.

Marta Sanz se ha ganado el respeto de sus colegas, un hueco distinguible en la narrativa española contemporánea y un notable éxito de ventas. Tiene una voz literaria propia que hace compatible con un compromiso político y social de izquierdas y con una denuncia sin paliativos –dentro y fuera de sus libros- de las políticas que han conducido a España a un pozo de precariedad y desigualdad. No en vano fue, junto a Benjamín Prado, lectora del manifiesto contra los recortes del Partido Popular en la protesta multitudinaria del 19 de julio de 2012.

Con este currículum, y con el precedente de la extraña e incluso desconcertante Daniela Astor y la caja negra, paradigma del estilo Marta Sanz, me ha pillado un tanto por sorpresa Farándula (Anagrama), galardonada con el premio Herralde. Y no por su temática, que encaja como un guante con la de su anterior novela, sino porque, como ella misma admite, en esta ocasión se ha puesto borde con la realidad que describe, pero no con el lector, al que deja mucho más aire para que respire y disfrute.

Habrá quien considere una concesión a la comercialidad esta parada técnica en lo formal a una trayectoria marcada por la transgresión. Bienvenido sea el giro si con ello aumenta la nómina de quienes se acerquen a la obra de Sanz, incluso de recuperar sus lecturas perdidas, desde la autodisección de La sección de anatomía hasta el estrambótico noir de Black, black, black y Un buen detective no se casa jamás . Este toque de convencionalismo, de clasicismo si se prefiere, difícil de saber si marcará un cambio de tendencia, hace muy asequible la lectura de Farándula, sin traicionar por ello el compromiso de su autora con la disección de aspectos identitarios de la sociedad actual y con la denuncia de sus aspectos más siniestros.

Por lo demás, la novela deja patente la mitomanía de su autora, fruto sin duda de incontables lecturas, películas y funciones teatrales, pero puesta al servicio del reflejo naturalista del mundo del teatro, del retrato psicológico y con múltiples aristas de actores en activo o retirados que adquieren el valor de categorías. Sanz ilustra la dificultad de compatibilizar el éxito con el compromiso político, la vulnerabilidad a la que el abuso de las redes sociales expone incluso a los triunfadores, el precio a pagar por llegar arriba, y, sobre todo, la dificultad para sobrevivir ejerciendo un oficio en crisis marcado por la supresión de las subvenciones públicas, tasas de desempleo de hasta el 90% y una precariedad brutal.

No hay actores felices en el montaje de la versión teatral de Eva al desnudo, con la que se versiona para el escenario la genial película del maestro Mankiewicz, un itinerario inverso del habitual. Ninguno de ellos ha alcanzado la madurez artística con una situación económica saneada. Incluso los más populares se limitan a sobrevivir –sobre todo si se limitan al teatro-, obsesionados con el paso del tiempo, con el eterno miedo escénico a perder facultades y no dar la talla, quizás con algunos ahorros y un modesto apartamento, pero poco más.

Ni Valeria Falcón/Bette Davis, ni Lorenzo Lucas/Addison DeWitt pueden dormirse en los laureles, incluso se ven obligados (como el resto de la compañía) a trabajar sin cobrar durante los ensayos y con su salario diferido a un futuro porcentaje de taquilla, cuya cuantía dependerá del azar del éxito o el fracaso. Tan solo la inculta y poco dotada para el arte de Talía Natalia de Miguel/Eva Harrington, la actriz con menos talento del elenco, llega a ganar dinero de verdad, pero solo tras pasar por un programa de telerrealidad con el que consigue un aura y una popularidad que, una vez sobre las tablas, se convierte en magnetismo para el público que no suele ir al teatro, pero al que encandilan las celebrities de la televisión. Eso lleva a un comediante harto de la incomprensión y abulia de los espectadores –que ni siquiera abuchean cuando algo no les gusta- a lanzar la idea utópica, pero no incoherente, de subir con desmesura el precio de las localidades, porque solo se respeta lo que tiene "precios impúdicos".

Lejos de las representaciones de Eva al desnudo –cuyo montaje reproduce en parte el navajeo y las batallas psicológicas del filme- pululan personajes como una pareja de actores retirados a la fuerza que miden cada céntimo que gastan mientras sueñan con volver a un escenario; una mítica figura de la escena, La Urrutia, anciana y en la ruina, que nunca fue capaz de ahorrar, vive en la inmundicia y que, si se enfrenta con algo de dignidad a la dependencia y la muerte, es gracias a la caridad de una compañera más joven que la idolatra; y, por fin, un triunfador gracias al cine, ganador de la copa Volpi al mejor actor en Venecia, que descubre de manera trágica cómo todo ese oropel es una frágil pompa de jabón que puede pincharse por firmar un manifiesto contra los recortes, crucificado en las redes sociales, incomprendido hasta por sus compañeros de profesión, víctima de crueldad de un público que disfruta viendo caer a sus ídolos y fustigando a la izquierda caviar. En algunos de esos protagonistas es posible distinguir muchos de los trazos de actores españoles muy conocidos, y tampoco resulta descabellado pensar que la propia Marta Sanz haya experimentado en carne propia los efectos de su exposición pública.

Farándula es intensa, torrencial, cruda, amarga, desencantada. Como uno de sus personajes, la "antipatía" con la que escribe es como "una radial que rechina cortando el acero". En la penúltima página, Marta Sanz deja negro sobre blanco, sin abjurar de su coherencia en la denuncia social, esa otra compatible, menos coyuntural y más esencial idea de la escritura como "un modo de ensimismamiento y autocompasión, la necesidad de hablar desde detrás de una celosía, para que nadie nos mire directamente a los ojos". De tal forma que "así escribir siempre sería una renuncia. Un exilio".

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