Tierra de nadie

Bonobuses para los ministros

De las medidas adoptadas por el nuevo Gobierno británico para reducir el déficit público, la más llamativa ha sido la decisión de que los altos cargos dejen de viajar en primera y los ministros utilicen el transporte público y renuncien a sus coches oficiales o, cuando menos, los compartan. Aquí lo de imaginar a María Teresa Fernández de la Vega mostrando el abono transporte al conductor del autobús y respirando el olor a axila de los abandonados por su desodorante, que es de los divorcios más evidentes en hora punta, podría gratificar a muchos, aunque no deja de ser un consuelo triste y antieconómico.

Parecerá increíble pero precedentes del uso del transporte público existen ya en el actual Gobierno. El titular de Industria, Miguel Sebastián, acostumbraba a tomar el metro con sus guardaespaldas para ir al Ministerio, no se sabe si por gusto o por dar ejemplo del ahorro energético más allá de las bombillas de bajo consumo. Los desplazamientos incorporaban sus riesgos porque hay gente que se levanta dispuesta a cantar las cuarenta al primero con el que se cruce, sobre todo si es un ministro, y Sebastián también tiene su carácter. Es seguro que no perseveró en su intento por aquello del estrés.

Serán unos inútiles o tan prescindibles como un postre, pero la realidad es que los ministros no están lo que se dice bien pagados –menos ahora que su sueldo ha bajado un 15%- y le echan más horas que un chino de barrio. Se les puede obligar a ir en taxi, en bicicleta o caminar a la pata coja en penitencia, aunque tampoco es descartable que se cansen y lo manden todo a hacer puñetas. Cambiar de ruta yendo en autobús al trabajo para evitar un atentado, que todo puede ocurrir, no es deseable ni a un ministro ni a un miembro de la oposición, que tampoco se bajan fácilmente del coche oficial o del que les ofrece el partido.

Otra cosa es que los coches no tengan por qué ser audis de medio kilo siendo los Seat Altea tan espaciosos. Dicen que todo es por la seguridad, y que por eso recluimos a los presidentes en un palacio nada más elegirles donde enseguida les da el síndrome y se divinizan. No hay razones para que quienes nos gobiernan no puedan vivir en un piso o en un adosado como todo hijo de vecino. Y que cada mañana se acuerden de Gallardón en el atasco para variar.

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