Otra economía

Europa está (estaba) rota

Fernando Luengo
Profesor de economía aplicada de la Universidad Complutense de Madrid, miembro de econoNuestra, del círculo Energía, Ecología y Economía y del Consejo Ciudadano de Podemos en la Comunidad de Madrid

Sí, Europa está rota. Pero no nos engañemos, ni permitamos que nos engañen. La fractura del denominado proyecto europeo (siempre con la ceremonia de la confusión de los términos tramposos y equívocos que nos cuelan en los medios de comunicación, como si formaran parte del sentido común) no es el resultado de la "batalla de Grecia", ni, por supuesto, atribuible a los "desvaríos e intransigencias" de Syriza.

Hay que mirar por el espejo retrovisor para encontrar las causas de esta fractura. Con esa mirada de largo recorrido, vemos que las desigualdades productivas y comerciales –configurando un Norte y un Sur dentro del espacio comunitario- no han dejado de intensificarse desde el triunfo del neoliberalismo, allá por la década de los ochenta del pasado siglo, y muy especialmente desde la implantación de la Unión Económica y Monetaria (UEM).

También encontramos que las instituciones comunitarias han sido crecientemente contaminadas y capturadas por las grandes corporaciones y la industria financiera, inclinando las políticas y los recursos europeos hacia los mercados. De esta forma, la agenda de la Unión Europea (UE) ha estado dictada, cada vez más, por los grupos de presión y las manos "visibles" de los mercados, y por la trama de intereses que los gobiernan.

Una Europa donde han ganado peso las lógicas mercantiles, al tiempo que, poco a poco, han experimentado un progresivo debilitamiento las políticas públicas de perfil más redistributivo, apelando a la supuesta ineficiencia de las mismas y a la asimismo supuesta superioridad de la iniciativa privada. Un espacio comunitario, en fin, donde el desempleo se ha mantenido en cotas elevadas, las desigualdades han aumentado, la precariedad laboral se ha extendido y la pobreza ha crecido, también entre los que tenían un puesto de trabajo; todo ello, no lo olvidemos, en contextos de crecimiento económico.

El crack financiero y la Gran Recesión agravaron y llevaron hasta niveles desconocidos las fracturas productivas, sociales y territoriales, que ya eran perfectamente reconocibles en la UE y que estuvieron en el origen de la crisis económica.

Se ha querido explicar esta deriva por el cataclismo provocado por la crisis. Diagnóstico tramposo -y, en el mejor de los casos, insuficiente- que pretende descargar de responsabilidad las políticas exigidas desde la Troika (las mismas que de nuevo se obliga a aplicar a Grecia). Nada más lejos de la realidad. Las erróneamente denominadas políticas de austeridad y reformas estructurales han sido las responsables de esta deriva: no han conseguido los objetivos que, en teoría, las justificaban (o se ha pagado un precio demasiado alto por los magros resultados cosechados) y han exacerbado los problemas estructurales que constituían el mar de fondo de la crisis, las desigualdades y asimetrías a las que acabo de referirme.

Como es sobradamente conocido, las consecuencias de este planteamiento han sido especialmente adversas para las economías meridionales, pero también para la mayor parte de los trabajadores y para los grupos sociales vulnerables, del norte y del sur. Estas mismas políticas que han empobrecido a la mayoría social, han sido una oportunidad para las oligarquías, que han reforzado sus privilegios y su poder. Gran negocio, que, claro, tienen intención de mantener y defender con uñas y dientes.

¡Qué nadie pretenda cambiar las reglas del juego! Esa ha sido la osadía del gobierno griego liderado por Syriza. Gobierno que, desde el primer momento, proclamó su voluntad de mantenerse en la zona euro, pero también su determinación de cambiar el rumbo de la política económica que había arrojado a la economía y a la sociedad griegas a un verdadero pozo sin fondo, Y también exigió -¡horror, cuanto atrevimiento!- renegociar la enorme deuda pública, inmanejable e impagable, provocada por las políticas impuestas por la Troika.

No me detendré en los detalles del desencuentro entre los negociadores de la Troika y del gobierno griego; tampoco valoraré el tercer plan de rescate que acaba de ver la luz ni las consecuencias que tendrá para la economía y la ciudadanía de Grecia. Sólo me interesa ahora la dimensión europea.

Con esta perspectiva, conviene realizar una precisión sobre el término "negociadores europeos" (a los que siempre hay que añadir a los representantes del Fondo Monetario Internacional). Sabemos sus nombres –de los más conocidos, no de la pléyade de altos funcionarios y tecnócratas que los asesoran-, pero ignoramos o sabemos muy poco sobre los intereses que representan; esto es, las grandes fortunas, los gestores de fondos y las corporaciones, las plataformas mediáticas, los grupos de presión y los "think-tanks", a los que están vinculados, de los que, con toda seguridad, reciben lucrativas retribuciones, en dinero y en especie, por los servicios prestados en la defensa del estatus quo.

Estos son los actores que determinan los objetivos, las prioridades de la política económica y, en suma, la hoja de ruta a seguir. Es cierto que algunos personajes –como W. Schäuble, el ministro de finanzas alemán- han atesorado una evidente notoriedad e influencia que exhiben con arrogancia, pero es, en mi opinión, un error personalizar el conflicto .en el ministro tal o el presidente cual, como si fueran actores sin mochila. De hecho, cuando se contempla el discurrir de lo sucedido en Grecia (y también la evolución de las periferias en los últimos años) a la luz de los intereses en liza se entiende mejor la posición, irreductible y hostil, de los negociadores comunitarios.

El capitalismo que emerge de la crisis y las relaciones de poder que lo cimentan se nutren de la defensa sin concesiones de la austeridad y del pago de la deuda, de la financiación sometida a estricta condicionalidad fiscal, de la preservación y del estímulo de la industria financiera, del impulso de las privatizaciones y de la desregulación de las relaciones laborales. Estas han sido las bases que han permitido consolidar, en estos años de decrecimiento o de débil crecimiento, mecanismos de extracción de renta y riqueza desde las clases trabajadoras hacia las oligarquías.

Rotos la mayor parte de los diques de contención social y política, se está produciendo un histórico desmantelamiento de los Estados de Bienestar -que, supuestamente, eran la principal seña de identidad de las "economías sociales de mercado" comunitarias-, un cuestionamiento profundo del papel de los estados como piedras angulares de un consenso social integrador y el debilitamiento o desaparición de los puentes institucionales que en el pasado, antes del estallido del crack financiero, hicieron posible una cierta redistribución de la renta. Añádase a lo anterior la devaluación de las instituciones de representación formal y de los partidos  como espacios de representación social, la contaminación y ocupación de la política por parte de los grupos económicos y la degradación del estatus socioeconómico de una parte de las clases medias.

Así pues, estamos siendo testigos de una profunda reestructuración de los capitalismos europeos (mejor que la confusa expresión "refundación europea"), a la medida de los intereses y estrategias de los grupos económica y socialmente privilegiados y de los países con mayor potencial competitivo, que supone el reforzamiento del perfil oligárquico del proyecto comunitario. Y la unión monetaria no sólo está siendo el escenario, sino que, por acción o por omisión, está facilitando este cambio sistémico.

Sin entrar en los costes asociados a una eventual salida del euro –pactada o forzada- hay que decir alto y claro que, hoy más que nunca, la unión monetaria, la que realmente existe, representa los intereses de un poder cada vez más oligárquico (y antidemocrático). La defensa del euro, como si esa defensa fuera equivalente a "más Europa" o abriera las puertas a una Europa más social y cooperativa, una vez completado el vacío institucional con que surgió la moneda única, no puede ser la voz de los que pugnan por una salida progresista de la crisis. Todo lo contrario, la UEM, la que realmente existe, con la trama de intereses y las relaciones de poder que la sustenta, constituye un importante factor de bloqueo para la realización de políticas al servicio de la gente. Si, como se afirma a menudo, salir de la zona euro tendría costes sustanciales, sobre todo a corto plazo, permanecer en ella, en las actuales condiciones, los tiene también, y muy importantes, para las economías del sur y para la mayoría social.

Tengamos en cuenta que el muy alabado rediseño institucional de la UEM no ha sido capaz de superar las líneas rojas marcadas por Alemania y sus aliados en materias tales como la creación de instrumentos de deuda mancomunados que permitan financiar a los gobiernos, desplazando de este modo a los mercados como proveedores de fondos. Tampoco se han dado pasos en lo que concierne a la asunción de responsabilidades por parte de las economías excedentarias y acreedoras, ni en un replanteamiento en profundidad del cometido del Banco Central Europeo (BCE), que asimilara su actuación a la de los bancos centrales de otros países, ni en la fijación de la cohesión social como objetivo prioritario de la UE, ni en la creación de una verdadera hacienda pública europea, ni en la persecución del fraude y los paraísos fiscales, ni en la reforma en profundidad de la industria financiera. Y, por supuesto, tampoco se ha avanzado en dos de las demandas centrales del gobierno encabezado por Syriza: la celebración de una conferencia europea que aborde la reestructuración de la deuda y la implementación de un ambicioso programa de inversiones productivas y sociales destinado a las economías que han acumulado mayores rezagos estructurales.

Tengo dudas sobre la posibilidad de avanzar en la dirección de una arquitectura institucional de estas características –las tenía antes de la crisis griega y ahora se han reforzado-, pues no se trata de retocar o completar la gobernanza actual, sino de cambiar en aspectos sustanciales las reglas del juego, reglas que han enriquecido a unos pocos y han empobrecido a muchos.

En el trascurso de las negociaciones han aparecido posiciones diversas en la Europa comunitaria, pero en lo fundamental tirios y troyanos se han alineado alrededor de la "línea dura", las posiciones más intransigentes alentadas desde Alemania, que no sólo quiere preservar su privilegiada posición en la nueva Europa, sino el conjunto del estatus quo, del que se ha beneficiado más que nadie. Hay que insistir, en este sentido, que las empresas y los bancos alemanes han sido los ganadores indiscutibles del proceso de integración europeo y de la economía basada en la deuda, y que Alemania ha trasladado buena parte de los costes de la crisis a las economías periféricas, de cuya reestructuración ha sacado asimismo grandes beneficios.

El resto de países han aceptado (ya lo habían hecho en realidad) su papel subalterno en el nuevo orden europeo; esto vale también para Francia. Y qué decir de la socialdemocracia europea, cuyo sometimiento a las posiciones más intransigentes e ideológicas de la derecha europea ha puesto de manifiesto, por si quedaba alguna duda, que no tiene otro proyecto político que el del poder establecido. Y de la vergonzosa –y falsamente equidistante- posición de nuestro partido socialista pidiendo a las "partes" concordia y diálogo, y felicitándose de que Grecia permanezca en el euro.

La convocatoria del referéndum en el país heleno ha puesto la guinda a este sombrío panorama europeo. En un acto de injerencia propio de un régimen colonial y autoritario –que, desgraciadamente, ya tiene precedentes en la misma Grecia- se han sucedido declaraciones de responsables políticos europeos (y también del mundo de los negocios, ¡ay, que armoniosa relación hay entre unos y otros!) negando legitimidad al gobierno griego para convocarlo.

Cuando estaba claro que, a pesar de todas las presiones, el referéndum se iba a realizar, la civilizada y democrática Europa ha acudido impúdicamente al voto del miedo, anunciando que secundar la propuesta del gobierno significaba salir de la zona euro, incluso de la UE. Es digno de mención que, en este contexto de tensión e incertidumbre, la estrategia del BCE ha sido sumarse a la operación de acoso y derribo contra el gobierno de Syryza  –porque, en efecto, eso ha sido, una operación de acoso y derribo, más que una negociación-, cercenando y encareciendo las vías de financiación de la muy frágil banca griega. Estrategia del miedo y cierre del grifo del crédito al sistema financiero bancario que han obligado a introducir el control de capitales (el célebre corralito).

Se dirimían en el conflicto griego, ya lo he dicho antes, cuestiones fundamentales que tienen que ver con las políticas impuestas desde la troika y con los intereses que constituyen el motor y la razón de ser de las mismas. Al mismo tiempo, los poderosos han querido dar una lección –aplicando el viejo refrán "la letra con sangre entra"- a todos aquellos partidos y movimientos sociales que se atrevan en el inmediato futuro –Podemos en España- a transitar el camino de Syriza, que se atrevan a aplicar políticas para la gente y no para una minoría de privilegiados. Demostrar que ese camino de libertad e irreverencia está cerrado para los pueblos.

Grecia ha puesto a prueba la nueva Europa y el resultado ha sido a un tiempo esclarecedor y decepcionante. El triunfo de Syriza en las elecciones y en el referéndum representaba una oportunidad para la UE, la oportunidad de construir una Europa solidaria, cooperativa y democrática, la posibilidad de restañar las fracturas provocadas por una política errónea e interesada que ha empobrecido a la gente y enriquecido a las elites. Y Europa ha tirado por la borda esa oportunidad. La que sale de la crisis griega es más oligárquica, autoritaria e insolidaria.

Los responsables políticos griegos han suscrito un nuevo rescate, en condiciones humillantes, elaborado con los mismos mimbres que los anteriores, pero que endurece las condiciones de los dos precedentes. Los costes económicos, sociales y políticos que tendrá para la ciudadanía griega serán muy altos, también los que soportará Syriza, sin que se atisbe solución para los graves problemas estructurales que aquejan a la economía. En estas condiciones, no es de recibo afirmar que mantenerse dentro de la unión monetaria es la única opción, o el menos malo de los escenarios posibles. Sí, hay alternativas. El gobierno griego tendría que haber calibrado mejor el enorme desafío que significaba para Europa la aplicación del programa con el que ganó las elecciones y las resistencias que, inevitablemente, provocaría; tendría que haber sido consciente, asimismo, del escaso margen de maniobra para realizar una política para la gente en la zona euro. Ante la posibilidad de que la Troika se cerrara en banda, como de hecho ha sucedido, exigiendo unas condiciones inaceptables, apretando las tuercas al máximo para que estas condiciones fueran aceptadas por Syriza –llevando a la economía al borde del colapso- el gobierno griego tendría que haber sopesado y preparado diferentes estrategias, las cuales implicaban la adopción de decisiones que pasarían, necesariamente, por romper con las políticas de la Troika, lo que no necesariamente sitúa a Grecia fuera del euro, pero que abre ese escenario. Decisiones difíciles y costosas, nadie lo puede negar, pero que al menos representan una esperanza para la mayoría social.

En todo caso, una de las lecciones importantes de lo acontecido en Grecia es que en cualquiera de los escenarios posibles, dentro o fuera del euro, será necesario acumular fuerzas a escala europea. Las próximas elecciones generales en España pueden ser un primer paso en esa dirección.

Los grandes medios de comunicación y los políticos del régimen trasladan a la opinión pública el mensaje envenenado de que nosotros somos Syriza. No será fácil resistir la tentación de contratacar afirmando que no, que no somos Syriza, y, sobre todo, que España no es Grecia, que nuestra economía es distinta, que no está en el filo de la navaja como la griega, que disponemos de mayor margen de maniobra. Todo eso es cierto, pero cuidado, pues en la definitiva configuración de Europa nos jugamos buena parte de las posibilidades de cambiar nuestro país.

El problema de Syriza no era la deuda pública, sino la decencia de su gobierno y su compromiso con los débiles y los desfavorecidos, cualidades que no se estilan en Europa. Tomemos buena nota.

Por todo ello, tenemos que decir de manera rotunda, "nosotros somos Grecia".

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