He oído que cada español nos vamos a gastar 850 euros en regalos en las próximas fiestas, y que no valen excusas para salirse de la estadística, pues de mantener alto el consumo familiar depende que la bicicleta de la economía no se pare. Yo soy un ciudadano disciplinado, y estoy dispuesto a pulverizar la visa por el bien de mi país, pero lo que peor llevo de las compras durante los días previos a la Navidad no es la bronca de mi mujer, sino el verme obligado a comprar bajo la tortura de la música ambiental en los grandes centros comerciales. El resto del año apenas la oigo o quizá no la escucho porque está pensada para anestesiarnos. Y mira que me gusta perder el tiempo en estos sitios, medio recostado en el carrito/silla de ruedas, husmeando estantería por estantería, intentando recordar que necesitaba para casa algo que no necesitaba en absoluto, una herramienta que jamás sabré usar o una bomba de colesterol disfrazada de dulce tontería.
Llevo muy mal el ataque de los villancicos, ande, ande, ande, sean los clásicos, pero mira como beben, o esos modernos, fabricados para consumo de cada temporada por un grupo de falsos chunguitos de falso cuadro flamenco, lolailo, lailo, lailo, que el Niño está en la cuna, leré, leré. En algún conciliábulo de mercadotecnia algún genio ha debido de pensar que este bombardeo de villancicos nos ablanda el ánimo a los clientes, nos hace bajar la guardia consumista y nos anima a llenar el carro de objetos inútiles, actuación irresponsable sólo explicable por nuestro lamentable estado de intoxicación navideña. A mí me pone de los nervios.
A mí me irrita sobremanera esta banalización del villancico, quizá porque mi familia numerosa era muy polifónica y, cuando niños, cantábamos unos preciosos villancicos a cuatro voces disciplinadamente acordadas, muchos de ellos en latín. Los villancicos de las grandes superficies beben y beben y vuelven a beber tercamente, apostados tras las esquinas de cada pasillo, y sólo son interrumpidos por la voz mecánica de la señorita de los altavoces que busca a los padres de un niño que se ha perdido o que nos anuncia otra oportunidad para comprar un nuevo e inútil objeto.
Tiene una voz rara, lo sé, pero la prefiero a ella, lolailo lailo, leré leré.
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