Muchas veces, los líderes de diferentes países del mundo aparecen en las portadas de los medios no por sus iniciativas para resolver los problemas del planeta, sino por lanzar un ataque sobre otro territorio, mandar a matar a los opositores o estar envueltos en un escándalo de corrupción y de sexo mientras predican la moralidad. Aun así, siguen ostentando el poder y en los foros internacionales se les reconoce como representantes de sus pueblos, sin plantear cómo un dictador, un sultán o un monarca, el capo de una mafia o un presidente vitalicio pueden reflejar una voluntad popular. En un mundo justo, más de uno estaría sentado en el banquillo. Incluso en las democracias formales, donde el electorado deposita su voto, aparentemente libre, en favor de un político mezquino y mediocre, la perversa tesis de "cada pueblo tiene el gobernante que se merece" queda invalidada por pretender justificar sus fechorías y acusar de cómplice y responsable a la población.
Italia, hoy, es un indicador del agotamiento de las democracias liberales y de cómo alguien como Berlusconi puede perpetuarse en el poder con el voto de tan sólo el 25 por ciento del electorado. Que un sector de la población se alinee con lo que él representa debe de ser resultado de una especie de banalidad del mal o de pérdida de la capacidad de raciocinio.
El manual del buen uso de los mecanismos para manipular la psicología de las masas incluye la desinformación, estrategias de distracción, neutralizar el sentido crítico o anestesiar la dimensión racional de la gente para luego venderle la ilusión de poder vivir mejor con poco esfuerzo y una nula ética. Los animales políticos, con su visión del mundo-selva, lanzan el sí, podemos omitiendo el cómo, y hacen que el sueño de una nación ni siquiera se plantee el precio de su cumplimiento y se pueda convertir en la pesadilla para otras. La utopía de vivir en un mundo libre de gobernantes exige, hoy, una sociedad contestataria.
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