Apuntes peripatéticos

Camposantos

mí me conmueve la escena de Luces de bohemia en la que el marqués de Bradomín, a quien ya le queda poco tiempo, tropieza en el entierro de Max Estrella –trasunto del malogrado escritor Alejandro Sawa– con el poeta Rubén Darío. Impresiona al supersticioso nicaragüense que el encuentro haya tenido lugar, tras tantos años sin verse, "en un cementerio", y así lo declara. A Bradomín no le gusta el término utilizado. "En el Camposanto", corrige. Rubén le da la razón: "cementerio" y "necrópolis" son palabras frías, proclaman la pérdida de toda esperanza, pero "camposanto tiene una lámpara".

He recordado la escena al visitar una vez más el camposanto más hermoso que conozco, quizás sólo rivalizado por el de San Michele en Venecia, inspiradora del escalofriante cuadro de Böcklin, La isla de los muertos. Me refiero al cementerio británico de Málaga, en su origen ubicado al lado de las olas, pero hoy separado de ellas por unas inmisericordes hileras de edificios. El maravilloso lugar, que resulta un lujuriante y recoleto jardín botánico (una de las buganvillas tiene más de siglo y medio), contiene los restos del gran hispanista Gerald Brenan y su mujer Gamel Woolsey –autora de la novela El otro reino de Dios, inspirada por la Guerra Civil en Málaga–, así como, no lejos, los del gran poeta Jorge Guillén.

También alberga la patética tumba, adornada con conchas, del irlandés Robert Boyd, fusilado en 1831 al lado de Torrijos y los otros 40 valientes sublevados contra Fernando VII. Boyd, el pelirrojo del famoso cuadro de Gisbert, tenía 26 años, y había puesto su fortuna a disposición de la causa liberal española. Motivos de sobra tiene este camposanto, pues, para un sentido peregrinaje.

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