Apuntes peripatéticos

Algarabía de verano

Hace más de 20 años, el llorado Domingo García-Sabell comentaba en un estupendo artículo la tendencia española a alzar en exceso la voz, a "gritar hasta las confidencias". ¿La explicación, a su juicio? "La búsqueda del asombro de los demás" y la espera de "la tácita ovación del público". ¿Y la consecuencia? El hecho de que en España el diálogo de verdad "apenas si se produce", ya que la conversación sirve mayormente no para escuchar al prójimo sino como ejercicio de autoafirmación. Si un servidor dice esto, lo invitan a abandonar el país, pero se trata de García-Sabell.

Unas siete décadas antes, en Castilla, "Azorín" había comentado el fenómeno del estruendo circundante. "Muchas veces hemos pensado –dice– que el grado de sensibilidad de un pueblo –consiguientemente, de civilización– se puede calcular, entre otras cosas, por la mayor o menor intolerabilidad al ruido". Intolerabilidad que no encontraba a su alrededor, sino indiferencia ante "las más estrepitosas baraúndas, los más agrios y molestos ruidos".
Si el griterío puede ser asumible de día, por la noche, con las ventanas abiertas y deseos de descansar, llega a ser insufrible. Es cierto que cerrar las terrazas más temprano ha supuesto un indudable avance social. Pero cuando hay grupos que siguen hablando en voz alta mientras transitan por la calle, sin reducir para nada el volumen de sus voces, el problema para los que quieren dormir es el mismo. No nos puede sorprender, por ello, que, entre las quejas de quienes nos visitan en verano, la algarabía nocturna es la más frecuente.

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