Desde que empecé con estos apuntes en noviembre de 2008, el nombre de Baltasar Garzón ha aparecido con frecuencia en ellos. No podía ser de otra manera, pues el denuedo quijotesco del juez ha sido para mucha gente –y me incluyo– una inspiración para seguir luchando, cada uno a su manera, contra los miserables negacionistas de este país, contra los David Irving en versión española, empeñados en no reconocer nunca que aquí hubo un régimen genocida al que incumbe pedir cuentas. Ahora que la jauría de fieras se ha salido con la suya, logrando con ello cubrir de lodo el buen nombre de la democracia española en el mundo, ¿cómo no padecer la más lacerante de las vergüenzas ajenas y no sentirse desesperado ante la afrenta que todo ello supone para las víctimas, sus familiares y la verdad histórica?
La envidia. El odio a quien brilla con luz propia. La mentira: hubo matanza en Paracuellos pero en Badajoz no pasó nada. Si escribir en España es llorar, también lo es, a veces, ser hispanista. Hoy, por ejemplo.
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