Música y bienestar emocional

Elyella concierto en La Riviera Foto: Nacho Nabscab (@nabscab)
Elyella concierto en La Riviera Foto: Nacho Nabscab (@nabscab)

Las cifras de suicidios se han disparado en los últimos tiempos. La salud mental es por fin tema de debate público. Estamos raras, enero ha sido de nuevo un mes complicado, lleno de virus, inflación y noticias distópicas. Resulta difícil salir de la espiral de tristeza y recuperar la fuerza y la alegria de vivir. La música es una herramienta indispensable para romper el círculo centrífugo del malestar individual y colectivo. No se trata de una suposición sino de una realidad física avalada por miles de estudios de neurociencia y antropología. 

Llevamos varios años inmersas en crisis sucesivas que se van encadenando una con otra. Llegan, nos revuelven, nos aturden, nos asustan, nos sobreponemos, nos venimos arriba y llega otra nueva. Así estamos por lo menos desde el 11 de septiembre de 2001, alternando susto o muerte en un bucle infinito, que incluye crisis económica mundial, guerras y Covid. Este último ha traído de la mano una degradación física generalizada difícil de evaluar todavía. Los efectos físicos del Covid a medio plazo se desconocen, y miles de personas siguen enfermas de Covid persistente posiblemente sin saberlo. Estos ciclos consecutivos nos están dejando agotadas y generando una tristeza sin precedentes que no somos capaces de abordar con las herramientas que tenemos. 

Por un lado, se trata de una crisis sistémica y colectiva contra la hay que luchar todas juntas. Las herramientas propuestas por el individualismo capitalista no funcionan. Es imposible estar bien cuando las personas que nos rodean están mal. Cuidar la mente y el cuerpo de forma individual sin duda es necesario y ayuda pero nos han inculcado que somos responsables únicas de nuestro bienestar, que el triunfo o fracaso de nuestra persona debe depender exclusivamente de nosotras mismas. En este marco nos ahogamos en esfuerzos titánicos antinaturales porque, sorpresa, el ser humano es comunitario por naturaleza, como prueban la infinidad de estudios antropológicos sobre el tema. 

Por otro lado, el ser humano resulta más controlable cansado, triste y solo. Esa es posiblemente una de las razones por las cuales el concepto de amor está denostado y maltratado asociado al amor romántico que tanto daño ha hecho a nuestras sociedades. El amor, como acto consciente de generación de un sentimiento colectivo de cocreación, es una herramienta política y social. En los últimos tiempos, de forma muy conveniente para ciertos grupos, no dejamos de hablar de odio y sin embargo nos cuesta hablar de amor, cuando el odio no es más que una herramienta poco sostenible para crear comunidad. En efecto, el odio es una propuesta de formar parte de una actividad colectiva basada en la saña hacia una tercera persona o cosa. Si no tuviéramos necesidad de comunidad el odio no funcionaría, es cansino y desgastante. 

En este marco, de tristezas y odios la música llega como un ariete. Para empezar la música es un activador neuronal y hormonal. Los ultimos estudios de neurociencia demuestran que la música tiene un efecto físico en las personas. La música provoca la producción de endorfina, serotonina, dopamina y oxitocina todas ellas hormonas relacionadas con la gestión química del bienestar. La música es por lo tanto un disruptor de la apatía. Si además de escucharla la cantamos o la bailamos ese efecto químico se une al producido por la actividad física, generando una suerte de catarsis natural extremadamente poderosa. La sublimación de este efecto se produce cuando la consumición de musica se lleva a cabo de forma colectiva. En ese momento se produce una unión única, una energía compartida sin igual, que devuelve a las personas la ilusión por la vida y la comunidad.

Al igual que el amor la música y su consumo han sido vapuleados por el poder. La autora Barbara Ehrenreich cuenta en su ensayo Una historia de la alegría: el éxtasis colectivo de la antigüedad a nuestros días, como durante la edad Media, cuando los señores feudales necesitaban controlar a sus súbditos, prohibieron la música y el baile. Durante el Covid, en uno de los momentos que más lo necesitábamos, también se prohibieron y se penalizaron los encuentros colectivos musicales. Ahora el efecto rebote ha llevado a una explosión de festivales de música y conciertos respondiendo a una necesidad instintiva y no consciente expresada por el público. Y asistimos sin saberlo a la instrumentalización y capitalización de lo que debería ser una actividad de interés público. 

Sea como fuere, cada vez son más las voces que se alzan recomendando y reivindicando a la música, y en especial a la música en directo como una palanca para luchar contra el hastío, la pena y la depresión. Y estaría bien que como en muchos países de Europa, en España se cuidara este espacio cultural que tan mal lo pasó durante la crisis del Covid. Porque la música es un bien común.