Punto de Fisión

Jugando a los soldaditos

Maniobras militares con tanques Leopard en la base cordobesa de Cerro Muriano. EFE
Maniobras militares con tanques Leopard en la base cordobesa de Cerro Muriano. EFE

Cuando yo era un crío, allá, a mediados de los setenta, mis juegos favoritos casi siempre tenían que ver con la guerra. Jugaba con pistolas de madera, con metralletas de plástico, con muñecos vicarios que morían y resucitaban las veces que hiciera falta. Una película de vaqueros, o de romanos, o de policías, significaba que los sábados por la tarde mis amigos del barrio, mi hermano y yo salíamos chillando a pegar tiros, a masacrar indios, a conquistar las Galias. Los caídos en combate eran una ficción de la que se emergía al cancelarse el juego o bien en el momento en que nuestras madres nos llamaban a merendar a gritos desde la ventana. Algo más tarde comprendimos la distancia que va de la realidad a la ficción: que los muertos en una batalla ya no se levantan.

La fascinación por la guerra es algo incrustado desde la prehistoria en el ADN masculino, atornillado a nuestro adiestramiento de machos, envasado y etiquetado en diversos formatos culturales -epopeyas, leyendas, ceremonias, libros, películas. Desde la Ilíada, quizá el mayor monumento de la literatura occidental, hasta el penúltimo videojuego, parece que el no va más de la masculinidad consiste en matar, en hacer el borrico, en pegar hostias. No recuerdo el día exacto en que abandoné la pistola de plástico y la estrella de sheriff, qué remota tarde guardé por última vez los Geyperman en una caja debajo de la cama, esos muñecos bélicos con barba al que un astuto diseñador les había puesto la cara de Hemingway.

No volví a empuñar un arma hasta muchos años después, cuando se me agotaron las prórrogas de estudios y tuve que ponerme a servir a la patria en un cuartel de Burgos. Con la diferencia, claro, de que ya no era un niño, de que el arma que llevaba durante la instrucción era un Cetme reglamentario -un "chopo", como lo llamábamos familiarmente los reclutas- y de que, en lugar de mi madre, quien nos llamaba a voces era un sargento chusquero con una jeta antitetánica y más medallas encima que el general Patton. Entre la pista americana, las maniobras, las ocurrencias de última hora y las patrullas a la intemperie a cinco grados bajo cero había muchas posibilidades de licenciarse con una baja médica.

Recuerdo el día en que estábamos haciendo prácticas de fuego real, cuarenta o cincuenta reclutas colocados de pie en hileras frente a las dianas. Pese a que el sargento había explicado reiteradamente las tres posiciones de la llave del Cetme, el recluta que estaba justo delante de mí se equivocó y la colocó en ráfaga en vez de tiro a tiro. Al apretar el gatillo, restalló un tableteo mortal, el chaval giró sesenta grados, como un bailarín del Bolshoi, empujado por el retroceso del arma, y menos mal que sólo había cinco balas en el cargador, porque llega a haber veinte o treinta y acribilla a media compañía. Era una verdadera temeridad entregarle un fusil ametrallador cargado a un tipo sólo por ser español, no digamos a un tipo como yo, que en una guerra sólo podría servir de prisionero.

Aunque el servicio militar obligatorio ya no existe, el ejército profesional continúa manteniendo esas tradiciones temerarias e insensatas a las que son tan aficionados los militares. El pasado diciembre, en Cerro Muriano, mientras realizaban unas arriesgadas maniobras al intentar cruzar un lago, dos soldados murieron ahogados y otros seis tuvieron que ser atendidos tras sufrir una hipotermia severa. Llevaban una mochila con un lastre de castigo, porque a los oficiales al mando le pareció una buena forma de disciplinar a la tropa. Se cometieron tantas imprudencias durante el ejercicio -no había sistema de anclaje, ni ambulancias, ni flotadores, ni salvavidas- que parecía que estuvieran emulando una película de Rambo.

Las familias de los fallecidos piden justicia, pero, al parecer, el Juzgado de Córdoba ha preferido retirarse y ceder el protagonismo a la jurisdicción militar. Los veteranos que hicimos la mili recordamos lo que puede significar esto, ya que, parafraseando a Groucho, la justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música. No sé si en la actualidad prosigue ese absurdo e hilarante folklore militar de arrestar objetos inanimados: una pala porque se cayó del camión -con lo que teníamos que ponernos a cavar con las manos-, o mejor aún, la garita donde un pobre recluta se pegó un tiro. Lo mismo aquí acaban condenando a las balsas, a las mochilas, al lago y a las bajas temperaturas.

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