Del consejo editorial

Agencias reguladoras

ALFONSO EGEA DE HARO

Profesor de Ciencia Política

Un debate que se va abriendo paso es si necesitamos una agencia independiente para diseñar la política fiscal (en sentido amplio, ingresos y gastos). Los gobiernos y parlamentos nacionales, se dice, no son eficientes a la hora de establecer las prioridades de la política fiscal al tener incentivos a corto plazo. El modelo a imitar sería el de la política monetaria donde existe un amplio consenso sobre las ventajas en credibilidad y eficiencia que tiene la delegación de las decisiones a bancos centrales independientes.

Entramos así en una nueva etapa en la que el debate se suprime con la institucionalización de una determinada opción (fundamentalmente liberal). Se avanza creando una duda razonable sobre la capacidad de los representantes políticos para la gestión de determinadas políticas: cualquier decisión de los gobiernos en política fiscal (por ejemplo, reducción del déficit público) no resulta creíble ante la necesidad también de estimular el crecimiento económico. Ante esta situación la única solución consiste en delegar la decisión a agencias independientes (del poder político). El número de estas ha crecido exponencialmente desde los años ochenta en diversas áreas (energía, competencia o telecomunicaciones).
En materia presupuestaria, ya existen autoridades independientes de este tipo (EEUU, por ejemplo) y ahora se aboga por su generalización y mayores competencias. En este debate sobre la necesidad de las agencias reguladoras independientes no ayuda la valoración actual de la clase política. Y no se trata sólo de la discusión acerca de lo que ganan unos y otros. Un ejemplo: en Italia y desde los años setenta, el incremento, en términos reales, del salario de los diputados es inversamente proporcional al nivel educativo (Galasso y otros, 2010). El Parlamento no sólo tiene menos asuntos que tratar, sino también menor capacidad para tratarlos.
Pero en este debate hay que considerar que independencia no equivale a neutralidad. También que las teóricas ganancias en eficiencia y credibilidad suponen pérdidas reales en el poder de los parlamentos nacionales y generan menores incentivos hacia el mérito y la capacidad de una clase política cuya tarea se limita, cada vez más, a elegir a los dirigentes de esas agencias.

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