Dentro del laberinto

Soportes

Varios de los escritores extranjeros que conozco practican la superstición del catolicismo. No creen, no han sido bautizados, no rezan de una manera ortodoxa, pero han sentido la fascinación, en cierta medida exótica, que para ellos desprenden los ritos, las procesiones, el culto a María, las romerías y el complicando enjambre de santos, ángeles y advocaciones.

Se acercan a las manifestaciones de fe con el mismo interés y la misma falta de respeto que sin duda percibirán los sintoístas en mí. De la misma forma contemplan los san Fermines que las Vigilias, como quien balbucea en un idioma extraño y aún no conoce matices. Les sorprende constatar que incluso en los tiempos presentes, entre personas laicas, criadas con pocos vínculos religiosos, las creencias católicas explican comportamientos, creencias, vacaciones y alimentos.

Tienen buen gusto: visitan las Cruces de Córdoba, las Semanas Santas más impresionantes y dignas, las Primeras Comuniones, tan conmovedoras, de niños aún muy pequeños comprometiéndose a ser buenos y rectos, las niñas como novias diminutas, los chicos como caballeritos solemnes. O inician un peregrinaje a Santiago o a El Rocío, porque en el camino no sólo se cree, se experimenta. El arte religioso que se muestra en el norte y en el sur es de una riqueza pocas veces valorada por quienes nos hemos acostumbrado durante generaciones a verlo cada domingo. Nuestras expresiones cotidianas se trufan de invocaciones, de peticiones y maldiciones que hace mucho ya adoptaron otro sentido, pero mantienen su sentido de tabú.

A ninguno de ellos le interesarían las apariciones de la Virgen en El Escorial. Desde una óptica como la que les permite apuntar con el dedo los defectos nacionales, sin dudas, y apreciar también lo más hermoso, nada de lo que allí ocurre y lo que los fieles defienden se sostiene. Dinero, sugestión, malos tratos, vulgaridad... también se puede adorar la belleza. Pero esa mujer extraña, trastornada, que ahora declara, ni siquiera lo ha logrado.

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