En China, ya con la vida de regreso a lo que es, con sus desastres cotidianos, pero no demoledores, como en semanas pasadas, vuelan ahora con explosivos los lagos artificiales que creó la lluvia, y los edificios que quedaron con las raíces al descubierto. Durante días se alimentó la esperanza con supervivientes que de manera milagrosa aparecía entre las vigas caídas. Ahora la esperanza ha de surgir del futuro: el presente ya agotó lo que podía ofrecer.

He escrito en muchas ocasiones sobre el azar que deja a un niño huérfano, vivo entre los hierros retorcidos de un accidente de coche, mientras sus padres, más fuertes y preparados, morían, sobre el que pudo resistir durante guerras y exterminios, o tras campos de concentración. Determinación aliada con el azar, y, a la postre, un día más arrancado a lo inevitable. ¿Para qué resucitar a Lázaro, si al fin y al cabo, llegó años después a buscarle la muerte?

En las danzas de la muerte los comerciantes, los reyes y las bellezas bailaban junto a los pordioseros y los apestados. El dinero no les protegía. En estos días, la protección se busca en otros lugares: la medicina, la alimentación, los hábitos seguros, o las adicciones, que con esa cercanía lenta, por aproximación, intentan familiarizarnos con ella.

El trabajo iguala los días y convierte el calendario en una tranquila sucesión de espacios iguales. Lunes, martes. Verano, invierno de nuevo. Otoño. Mientras existan historias sobre la supervivencia milagrosa, quienes caen de un avión y no mueren, las excepciones a los porcentajes asesinos del cáncer, ¿por qué no vamos a ser nosotros los supervivientes, los longevos, los que atesoremos la mejor salud? La pobre mente se debate contra las dudas, un arca que encierra la esperanza, el único elemento que no huyó cuando Pandora abrió la caja de las calamidades. Sigue lloviendo en China, como ha vuelto a inundarse Getxo. Salvarse hoy no garantiza que no caigamos mañana. ¿Cómo resignarse al azar, al día en que dejaremos de ser supervivientes?