Dentro del laberinto

Diez

Hace cien años, durante la primera década del siglo pasado, salía de la cadena de montaje el primer modelo T de Ford. Nacía a finales del año ocho Lévy-Strauss, el antropólogo que revolucionó el concepto de comunicación. Lévy-Strauss analizaba en varios de sus libros (entre ellos el delicioso Tristes tópicos) las relaciones entre los humanos y sus dioses, sus juegos y sus estructuras familiares. El encuentro entre el análisis y la tecnología aún se demoró: cuando Lévy-Strauss vivía en Mato Grosso treinta años más tarde, una guerra mundial había normalizado el uso del automóvil, y aún ahora la incorporación del coche en nuestras estructuras familiares despierta más interés entre quienes los venden que entre quienes los usan.

Se creía entonces, hace cien años, que el siglo se caracterizaría por sus avances tecnológicos, y por el modo, cada vez más inteligente, con el que se aplicaría al conocimiento humano. Desde el punto de vista ético, el fracaso ha sido total. Pero si nos centramos en lo práctico, la férrea convicción de que esta vida es la mejor posible nos permite contemplarlo como un avance continuo. Quienes viven más, viven mucho más.

Ford no es ahora ni siquiera una marca de lujo, y la identidad se ha convertido en algo tan variable y tan plástico que en España se ha autorizado por primera vez el que varios pacientes se beneficien de un transplante de cara. Lévy-Strauss confirmaría que hemos conseguido el status de los dioses, que, pese a todo lo que deseábamos creer, tenían también limitaciones frente a la muerte, el destino y las parcas. Frente a la dura realidad cotidiana, (la falta de dinero, los conflictos entre partidos, la incertidumbre) todo lo que nos permita evadirnos es recibido con unción. Magnífico momento éste para que la selección española nos distraiga de los otros problemas: la conexión inconsciente que tenemos con las victorias épicas nos halaga en los triunfos. Bueno para la literatura, también. En general, espléndido para las mentiras.

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