Dentro del laberinto

Otro paréntesis

Siempre ha habido en mí algo de cronopio, aunque como ocurre con los héroes, la admiración siempre, con ellos, se ha limitado a un silencio especulativo y al deseo nunca completado de comportarme como ellos. Me gustaría tomar al asalto una oficina de correos y entregar globos a los niños, o colarme en los entierros artificiosos para que los plañideros familiares que sólo piensan en herencia y posesiones quedaran en entredicho, pero no me atrevo y no encuentro cómplices. Mi comportamiento, en la mayor parte de las circunstancias, es irreprochable. Otra cosa son las barbaridades, en ocasiones sangrientas, que imagino mientras sonrío.

La gamberrada transgresora, inofensiva, resulta tan revolucionaria y anárquica como el más inflamado de los discursos; pero no resulta sencillo idearla. El grafiti no sirve de nada si no luce bello o ingenioso; la quema de papeleras o cajeros no es más que una patética muestra de autoritarismo callejero. La diferencia entre esas actuaciones y las de los cronopios es como la que media entre el romance y el asalto. Imagino a Cortázar, con su altura imponente y sus dificultades para pronunciar las erres, en una morosísima cola para enviar un paquete y en sus escapadas de fantasía frente a la monótona realidad de los funcionarios y los bien pensantes.

Internet ofrece normas para cronopios que quieran dinamitar un viaje en ascensor; les recomienda que se paseen con una fiambrera con la etiqueta "cabeza humana", o maullar ocasionalmente, o sugiere que saluden con un caluroso apretón de manos a cada persona que suba al elevador y pidan que le llamen almirante. No van más allá, incitan a que cada perdido cronopio las combine de un sentido dionisíaco y deja a su imaginación el final, que en Cortázar comprenden siempre una catarsis, de manera que no se pueda regresar nunca más al mismo lugar, ni tenga sentido la repetición de la misma treta. Yo, por lo pronto, uno de estos días reuniré valor y pediré a mis vecinos que me llamen vizcondesa.

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