Dentro del laberinto

Aldebarán

Han despedido a una de mis mejores amigas, una joven treintañera, con una docena de años de experiencia, dos idiomas, formación en el extranjero y un expediente impecable. La noticia ha corrido entre nuestro círculo, seguida por un silencio respetuoso. La constatación de que las abstracciones, las cifras que nos hablan de las inyecciones apresuradas a los bancos, los créditos apabullantes solicitados a la Reserva Federal estadounidense se convierten en un dolor cercano: nos son únicamente los inmigrantes o los obreros poco cualificados los que pierden su trabajo. Universitarios como mi amiga, como otra de mis alumnas, a la que una empresa en suspensión de pagos aún tiene en nómina y en el aire, marcan con las pérdidas de su trabajo la degeneración de una economía tocada la que hemos contemplado agonizante, con un gesto indiferente. Nunca nos toca a nosotros.

Tras los aires satinados del verano, entre las hermosas telas de la pasarela Cibeles, entre las compras desmedidas de barras de labios, de copas que se beben para compensar el pánico, la realidad se impone. Acostumbrados a las noticias escandalosas, a las medias mentiras transmitidas por la prensa, sólo nos creemos las tragedias. El resto, el sufrimiento callado de quienes han trabajado durante años, de quienes se han formado durante décadas en las escuelas y en las universidades, carece de importancia. Quizás no lo tenga. En un Estado, los individuos son simples fuerzas de trabajo: pero ese mismo Estado no puede permitirse el desperdicio de energía, de recursos públicos empleados en que esas personas se convirtieran en fuerzas generadoras de trabajo, competitivas.

Con la destrucción de empleo, aún negada, se desmorona la creencia en el futuro, pero también la poca fe que arrastrábamos del pasado. Se erosiona aún más la confianza de las generaciones nuevas que se enfrentan a un futuro igualmente dudoso. Aldebarán significa, simplemente, "la que sigue". La estrella, maléfica o protectora que sigue, que seguirá.

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