Dentro del laberinto

David

Me recuerdo en Folkstone, en el sureste de Inglaterra, hace 20 años: recuerdo un hombre flaco, moreno, con los brazos y el pecho cubiertos de trazos azules, algo desdibujados, muy toscos. No supe mirarle de frente. Era la primera vez, fuera de los dibujos animados, los cómics y las sorprendentes coincidencias de las novelas decimonónicas, en las que encontraba a alguien tatuado. Durante el paseo por el puerto (té y naranjas entre la basura y las flores, y el sol se derramaba como miel sobre la ermita blanca), otros hombres, algunas mujeres gordas, de carne blancuzca, mostraban otras marcas parecidas.

Quizás fue aquel recorrido junto al mar el que me ha prevenido, durante años, de marcar en mi piel algo más profundo que el moratón de un encuentro o una calcomanía infantil. Ahora, el Real Madrid limita la fiebre por el tatuaje de sus frágiles y multimillonarios jugadores, y lo hace porque todos han olvidado lo que supone grabar con tinta un dibujo: hinchazón, dolores, dificultades durante semanas para masajes que deben poner sus músculos aparte. Con una delicadeza reservada a las porcelanas valiosas se expresan al respecto: que se tatúen como una muestra más de su personalidad diferenciada no presenta problemas. Pero que se hieran, muescas en un tronco único, no están dispuestos a permitirlo.

Cuando vi el cuerpo de Beckham cubierto de dibujos, nombres de niños, cruces, huellas de pasado que no se permitía olvidar, pensé que era una herejía rajar así un torso, unos brazos tan bellos. Lo mismo hubiera pensado de Angelina Jolie: me recordaban los pupitres de escuela que, cada viernes, debíamos limpiar de rayajos y borrones. Cuando tenía seis años, no sé por qué, siempre fui una niña buena, dibujé un perfil en el mío. La profesora, indignada, me obligó a borrarlo. Cuando no fue posible, no cambié de pupitre en todo el año. Las manchas no desaparecieron, y me avergonzaron. Miro mi piel, salpicada sólo por lunares. A los jugadores de Madrid nadie les amonestó por pintar su mesa.

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