La tormenta de granizo que arrasó Madrid hace un par de noches interrumpió el tráfico de los túneles de la M30 y demostró, una vez más, que percibimos el clima como un psicópata que nos tiene en sus manos. Sufrimos las sequías, las inundaciones, las granizadas inesperadas con la misma resignación y sorpresa que nos sobreponemos a los cadáveres que aparecen descuartizados en bidones, o las niñas retenidas por sus padres en el Este de Europa. Los labradores miraban al cielo con miedo y detectaban señales con una paciencia tejida a lo largo de siglos: superstición y experiencia, cuervos que volaban o nubes que se deshilachaban.

En un momento en el que se ha logrado que ciertas partes de los cerdos sean fluorescentes, en los que se impide que un gen que condenaba se active, aún no hemos adoptado en España dos simples actitudes contra las sorpresas del clima: una edificación racional y sensata, que evite hondonadas, cauces de ríos, laderas borrascosas y muladares sin capacidad de filtrar el agua. Y una reforestación con especies autóctonas y adaptadas, masiva, invasora, entre los huecos de las manzanas, en los parques resecos, en las rotondas, en cada uno de los recodos de las autopistas. ¿Y una impermeabilización y aislamientos adecuados al tiempo que tenemos, y no con la mente fija en el que solíamos tener, en especial en la construcción pública, no ayudaría?

Más precauciones, más árboles, una visión a medio y largo plazo, lejos de agotada explotación de recursos a toda velocidad, tan propia. Lo que está alejando a los turistas de nuestras costas no es el cambio climático, sino el envejecimiento irremediable de la filosofía que los atrajo: urbanizaciones en medio de secarrales, playas invadidas de medusas, una política de construcción errática que puede derribar su casa y no la del vecino. Si buscan un mejor precio, lo encontrarán en países más pobres. Si una mejor calidad, la competencia resulta aplastante. Se deja para otro día, ahora que el verano acaba. Ahora llega el granizo.