Dentro del laberinto

Julio

Bendito país sin término medio. Mientras las plazas de toros se abarrotan de espectadores que, de pronto, deciden que ver cómo un hombre se juega la vida para matar a un animal es una experiencia al límite, glamourosa y anclada en las más rancias tradiciones patrias, un grupo de descerebrados que se declaran antitaurinos manchan de pintura y roban el busto que lo corona.

Mientras el resto de la cuenca mediterránea ha desechado, poco a poco, los juegos de tauromaquia (saltos, sacrificios, quemas, desangramientos), por mucho que las magníficas terracotas los fijen y los recuerden, este lugar que valora de manera absurda los actos gratuitos de valor se ha sacado de la manga un próspero negocio con la crianza y la muerte de los toros de lidia, los amoríos de los toreros, y los cotilleos y ganancias de sus amantes y esposas, por no hablar de los cursilísimos souvenirs que atestan las tiendas. Mientras en la mayor parte de Europa los movimientos animalistas mantienen una férrea estructura y una disciplina de partido digna de la envidia de cualquier sindicato, los defensores de los animales españoles nos desperdigamos sin control, y permitimos que cualquier imbécil acapare titulares bajo el nombre de ecologista.

El vandalismo en torno a la tumba de Julio Robles es una canallada sin ningún tipo de excusa. Anula el trabajo y los esfuerzos de los antitaurinos que razonan, buscan datos e intentan contrarrestar el peso que una tesis mal pergeñada ejerce sobre la percepción del sufrimiento del toro de lidia. Humilla a quienes creemos que sólo la razón y los sentimientos pueden acabar con un espectáculo sangriento e inútil. Veo las imágenes de Cayetano Rivera cuando abandona el hospital, aún grave tras su última cogida, y la compasión por su dolor va pareja con la incredulidad ante el placer que muestran quienes le pagan por arriesgar su vida, y aprender durante años técnicas para clavar una espada en un animal. Ay, tanto trabajo por hacer, y tan poco cerebro para hacerlo.

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