Dentro del laberinto

Penicilina

Es posible que Dios no juegue a los dados, pero Stephen Hawking sí apuesta. Cien euros, para ser más concretos, a que Higgs, pese a su extraordinaria y súbita popularidad, no hará gran cosa de provecho con su gigantesco proyecto. A Hawking le acompaña cierta fama de no estirarse demasiado, de manera que la cosa va en serio. Tanta partícula, tanto escándalo y, según Hawking, tan poco por hacer. Si todo va mal, se producirá un microagujero negro, que se reabsorberá, como un poro negro en la dermis del universo.

De hecho, ha afirmado, quizás con un deje de lástima, que hasta lo que ahora se ha comprobado sobre el origen del universo no permite hacerse muchas ilusiones acerca de la posibilidad de milagros, ni de la existencia de Dios. Hawking, que está haciendo méritos para convertirse en persona non grata y no sólo para el partido republicano: para todos, en general, los que confiaban en que la ciencia apoyara y justificara las teorías religiosas. Muy al contrario, la religión se agotará al contacto con el conocimiento como lo ha ido haciendo hasta ahora: con extrema calma, contradicciones y miedos, pero de manera imparable.

Hawking está colaborando, desde su silla de ruedas, a que las creencias mágicas queden reducidas al arte. Las supersticiones, la manera en la que las religiones y los mitos han moldeado al ser humano, encontrarán allí el último refugio. Neil Gaiman, en su espléndida novela American Gods, habla, precisamente, del lugar que les queda a los dioses cuando el último creyente que los adoraba ha desaparecido. No es una perspectiva agradable para ningún dios, una especie de moridero de viejas glorias del rock. Hawking dice que, salvo por el cinco por ciento de esa materia común a los planetas, las estrellas y los humanos, el resto es energía oscura. La vida, sin duda, se inserta en esa energía oscura, expansiva, la misma de la que están hechas los afectos, lo invisible, esas otras cosas en las que aún creemos y para las que no hemos encontrado explicación.

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