Dentro del laberinto

Arco de medio punto

En Córdoba, en el festival de creación Eutopía, escribo textos por un euro. En la puerta de un centro comercial me convierto en una escribidora por cuenta ajena, con una cajita en la que recojo mis ganancias. Escribo lo que deseen, allá vamos. Buen dinero ganado a cambio de buenas palabras. Otros autores, también jóvenes y con el rastro de osadía que requiere el experimento, dispersos por la ciudad de las mil piedras y los mil arcos, escriben historias distintas por el mismo precio.
Algunos, cuando les entrego el texto, pulcramente impreso en el momento, lloran, o se emocionan de manera tan abierta que el silencio se queda en el aire, como un pájaro muerto. Lo que no se cuenta a un amante, lo que no se le confiesa a los amigos más antiguos, se revela a veces al desconocido en un bar, en el transcurso del viaje. Las historias que me piden son muy lindas, algunas humildes. Casi todas se envuelven para regalo, para decirle a alguien, de otra manera, lo mismo que se dice de forma habitual.

El lugar de quien emplea el lenguaje se encuentra ahí, en la calle, entre la gente. Nunca debió alejarse la literatura de quienes, instintivamente, la necesitan y la buscan. Comemos historia como quien mastica un palito, reconfortante y poco nutritivo. Quien habla, quien escribe con propiedad, posee un poder que no ha sido nunca negado, pero que ahora se oculta por vergüenza o por un absurdo sentido del ridículo. La alta cultura deja de cumplir su función si no puede comprenderla, al menos en esencia, un anciano analfabeto.

Muchos maestros fallan en transmitir eso, los periodistas hace tiempo que se embarcaron en otras cruzadas, en analizar qué lenguaje emplean los asesores de Obama para convertirlo en una gran historia, o la forma en la que el miedo vende titulares, periódicos y publicidad. Una traición, como la que cometemos todos en tantas ocasiones.

En Córdoba, la poesía no se ha alejado nunca demasiado de los bares. Las callejas estrechas no la dejan salir.

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