Dentro del laberinto

Papel

Una de las imágenes más conmovedoras que los últimos atentados terroristas han dejado es la sorpresa, la indignación de los que, sin daños, sólo con el susto, hablan de lo que han vivido. Con la voz alterada se enfrentan a la nueva realidad, intentan recomponer a toda prisa la rutina de una vida que se ha visto alterada sin aviso.

Cien kilogramos de explosivos. Se creían a salvo, con esa tranquilidad de quien mira los toros desde la barrera; conocían el peligro, pero como en tantos otros casos de mala suerte, pensaban que estaban a salvo del mismo. Es la estupefacción de la gente de bien, comprensible pero inútil en muchos casos: quien no ha perdido nada retomará sus días y recordará aquel día de miedo con un escalofrío. Quien lo ha perdido ya no tendrá vuelta atrás.

Es una lástima que nos sintamos tan a gusto, que estemos tan bien. Por desgracia, nuestro nivel de indiferencia o de sufrimiento, posiblemente más la primera que el segundo, es tan holgado, que sólo rebosa en los momento de mayor convulsión: las manos tintadas de blanco, las injusticias palmarias, que se diluyen en nada en el día a día. Los ciudadanos de mi edad hemos nacido con el terrorismo de ETA, la televisión y la prensa libre, y lo vivimos con la misma naturalidad con la que aceptamos la luz eléctrica. Por desgracia, hacemos de las armas para terminar con los violentos lo que con la luz: las empleamos cuando no vemos, y olvidamos que existen en resto del tiempo. Las palabras impresas sobre papel hablan de indignación, pero nada lo acompaña. Ni la acción ciudadana, ni las actitudes de los políticos han funcionado hasta ahora. Sospecho que ningunos de ellos, los humildes o los poderosos, han reflexionado en exceso sobre las soluciones, sólo acerca de los modos. Luego llega la siguiente noticia y, como es lógico, a dos cosas no podemos estar.

Se repite mucho ahora que ETA se encuentra debilitada. Los déjà vu nunca resultan tan irritantes como cuando se basan, una y otra vez, en mentiras o medias verdades.

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