Dentro del laberinto

Pólvora

Las primeras tormentas del otoño llegan a Madrid sobre las tres o las cuatro de la mañana y, durante horas, descargan rayos, granizo, una exhibición tan ostentosa como dañina. La pólvora de Santa Bárbara, la llaman, la que castiga sin palo ni piedra pero con soplos helados. Se sienten desplazadas, ahora que el nuevo malvado oficial contra la humanidad ya no son ellas, ni el cambio climático, ni el deshielo que deja los polos azules y no blancos, sino algo más conocido y más inmediato, la crisis económica.

Es difícil aceptar que no se tiene ya la atención general, por mucho que la recibida nos colocara entre los villanos: durante las próximas semanas, por lo tanto, firmarán un pacto con otros supermalos del cuento y se aliarán con las urbanizaciones erigidas en secarrales, con calzadas mal asfaltadas, desagües no revisados, todas las huellas que la especulación inmobiliaria deja a su paso. Se llevan bien esos dos malhechores. Así, quienes hicieron a toda prisa los techos defectuosos tienen ahora la posibilidad de mostrar su pericia  en tapar goteras.

Han matado ya a una mujer en Coslada y han destrozado tanto, tanto, que ahora se mira al cielo no para atisbar a un superhéroe que aleje el mal, sino como comprobación de que las nubes se separan y aparece un rayito de sol. Treinta y ocho litros de agua por metro cuadrado no es para tanto, dice Esperanza Aguirre, y lejos de elevar los ánimos, nos hace pensar cuándo es para tanto, si las riadas se rigen, como los terremotos, por escalas y por protocolos.

Sigue siendo un escándalo que en un país europeo el agua pelee y luche y gane contra nosotros. Vivimos en un presente tan absoluto, tan poco previsor, que en el mismo Madrid en el que las calles se convierten en ríos y los túneles en alcantarillas, el tráfico se colapsa cada vez que caen dos gotas, como si no hubiéramos visto llover en nuestra vida, la actividad social se paraliza; esclavos de ese tiempo maligno, le hacemos fácil, muy fácil, que haga con nosotros lo que quiera.

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