Dentro del laberinto

Eclipse

Ha muerto Josu Loroño, y cuando me he encontrado con su esquela en una página se me ha parado por un momento el corazón, y he regresado al momento en el que, niña, me peleaba con las cadencias plagales, y las disonancias. Yo estudiaba piano y canto en el Conservatorio de Bilbao, y por lo tanto, no hubiera debido pasar por sus clases, porque la especialidad del profesor Loroño era el acordeón: un instrumento al que sacó de las fiestas, de las rondallas y de los acompañamientos de las canciones de misa de doce, y al que dotó de dignidad, y de una Orquesta Sinfónica.

Pero tuve la suerte de ser su alumna porque impartió también Armonía, una asignatura árida para un niño que quiere cantar, tocar, una teoría musical enrevesada en los manuales de entonces (sospecho que también en los de ahora), en la que el profesor resultaba decisivo para amar o detestar esas modestas bases de composición y comprensión musical. El señor Loroño consiguió que, en unos meses, yo armonizara en cuatro claves y pasara a dos, simplificó las normas, entusiasmó a los indolentes: tocaba cada uno de los ejercicios en piano para que encontráramos sentido a algo que, hasta entonces, no era sino una sucesión de notas descabaladas. Abordaba mis pentagramas pintarrajeados como si fueran composiciones de Bach. Años más tarde, cuando abandoné la música, continué comprendiendo obras en abstracto gracias a su cariñosa determinación, al respeto con el que trataba a aquellos aprendices en las clases.

En un momento en el que la música se encuentra tan deformada, (concursos, derechos, compras, ventas) y su enseñanza formal se escurre de Secundaria, como tantas otras materias, la muerte de Josu Loroño me sirve de doloroso recordatorio del tiempo en el que también yo pensé en dedicarme a la enseñanza musical y, con ello, cambiar algo. Quienes han tenido maestros inolvidables, y yo he sido afortunada en encontrarlos, saben cómo su ausencia se compara a un paso en el vacío, a una raíz arrancada de la tierra.

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