Dentro del laberinto

No hay

Mientras los principales expertos en alimentación se muestran contrarios a la comida rápida, mientras el número de obesos infantiles y de maduritos con sobrepeso aumenta a unas velocidades de vértigo, en los días de la fiambrera frente al menú de restaurante, las principales firmas de hamburguesas, en su eterna guerra de plancha y parrilla, ofrecen innovaciones y precios irrisorios.
Tras tantos siglos de correr detrás de los alimentos, de carroñero, cazador, recolector que miraba al cielo y lloraba con el granizo, el ser humano ha especializado a algunos de los suyos en conseguir comida: hay quien cultiva, hay quien procesa y quien fríe las patatas fritas durante los segundos indicados. Hace mucho tiempo que en Occidente sentimos hambre involuntaria por última vez. La huella del hambre está desvaneciéndose y ahora son los alimentos los que van detrás de nosotros.

Oh, no son, como en las mejores historias amorosas, los que nos convienen, los sensatos, amables, cariñosos alimentos sanos los que nos gustan. Por mucho que nuestras madres los quieran para nosotros, por mucho que sepamos que con ellos sí seríamos felices, pese a los consejos de quienes de verdad saben, son los alimentos golfos los que nos seducen. Colores vistosos y envoltorios crujientes, gran tamaño, poco precio, mucha grasa, mucho hidrato, mucho azúcar. El amor es así, irracional. Salvaje.
Somos ahora recolectados por la comida, por las barritas de fibra, por los chocolates con poca materia grasa y los yogures mágicos que todo lo pueden. Qué horror, qué persecución, qué acoso en marquesinas, en anuncios, en promociones coladas en nuestro buzón. La comida basura quiere conquistarnos, y se está empleando a fondo. Somos buenos partidos. Nos necesita, no puede vivir sin nosotros. Se renueva, sabe cómo mostrar el muslo, o la pechuga, o el solomillo más apetitoso. Necesitamos educación emocional en comida, porque no hay mucha diferencia entre corazón y estómago. Por los dos sufrimos, con los dos nos matan.

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