Dentro del laberinto

Vuelva usted mañana

He hablado ya en varias ocasiones de Robin Bank, como se conoce a Enric Durán, el ladrón de treinta y nueve sucursales de bancos. Me fascinan los buenos ladrones como a quien más: mi tesis eternamente pospuesta hablará, precisamente, de cómo Robin Hood pasa de ser un protector de los bosques, con un toque báquico-ecologista, a un protector de los pobres, un bandolero simpático, que compra con dinero la colaboración y con una ideología a medida, muy del gusto de un pueblo picaresco como el español.
Ahora se ha conocido que se encuentra en Latinoamérica este nuevo héroe de una época en que si en algo ha logrado poner de acuerdo a todos es en la condena unánime a la rapiña de los bancos y los especuladores. Superdotado, y como muchos de ellos, con un historial de fracaso escolar, hay dudas de dónde termina su reivindicación de justicia y dónde comienza su ego. Defiende que es la cabeza visible de un movimiento casi invisible y que parte de ese dinero se ha gastado en proyectos sociales.

Ahí se estrella el conocimiento de Durán de la psicología de su entorno. Se acepta, sin hacer nada por remediarlo, que el defecto nacional español es la envidia. Fue Larra uno de los primeros en hablar de ello. Al ciudadano medio no le interesa saber que ese dinero fue repartido y que no vio nada de él. Como el medio pollo de las estadísticas, alguien se ha comido uno entero, cuando él no lo ha probado.
No, si alguien roba y lo hace así, limpiamente, sin sangre, con el descaro de un Dioni sin estrabismo, se espera de él que lo disfrute. Que viva como cochino en barro, que se anegue entre mujeres, que vista como un mafioso. El dinero no dura siempre, pero el placer perdura en el recuerdo. Así como nunca olvidaremos los lujos asiáticos de los ejecutivos de AIG, sus jacuzzis y sus juergas, con un dinero común, a él se lo perdonaríamos. Es uno de los nuestros, un Alí Baba frente a la cueva del tesoro, un Aladino con lámpara y genio propio. Así es la envidia. Ni las buenas causas perdona.

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