Desde lejos

Europa

Siempre me ha gustado la idea de Europa. Amo muchas cosas de este continente heredero del sentido de la belleza de los griegos, de la inteligencia práctica de los romanos y de la energía de los "bárbaros". Venero la pintura paleolítica, el Quattrocento y las vanguardias, la música de Bach y el pensamiento de Descartes, la poesía medieval y la calmada literatura de Proust. Y esa magnífica y convulsa lucha a favor de la libertad, los derechos humanos y la democracia.
Detesto por supuesto todo lo que ha ido en contra de la búsqueda de la armonía: el control religioso sobre cuerpos y almas, el cinismo de las clases poderosas, la soberbia de la expansión colonial, el infierno de los totalitarismos... Creí hace tiempo que la idea de una Europa unida significaba el triunfo de la razón y la paz, el fin de las viejas guerras de religión y de las luchas atroces por el territorio, y la entronización del humanismo, del diálogo profundo y del respeto a los otros.

Veo con estupor que en lo que se está convirtiendo ese proyecto
es en un mundo de pijos. Cada vez más feo. Más interesado sólo en la riqueza y la posesión. Dinero, mercados. Cada vez más cerca –en un salto atrás– del mundo de los Grandes-Señores-Dueños-del-Universo frente a la multitud desprotegida. Los parados, los pobres, los emigrantes. Los otros que están a punto de volver a convertirse en pedazos-de-carne-a-los-que-se-puede-patear-sin-remordimiento. El hecho de que hace dos días el Parlamento europeo rechazara la tremenda directiva de permiso único para los trabajadores venidos de fuera supone en todo esto un cierto respiro. Pero ¿hasta cuándo?

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