Dominio público

La cultura del libro

Guadalupe Grande

La estatua de Federico García Lorca, en la madrileña plaza de Santa Ana, ataviada con una mascarilla facial durante una nueva jornada de confinamiento por la crisis del coronavirus. EFE/Rodrigo Jiménez
La estatua de Federico García Lorca, en la madrileña plaza de Santa Ana, ataviada con una mascarilla facial durante una nueva jornada de confinamiento por la crisis del coronavirus. EFE/Rodrigo Jiménez

"Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro".
Federico García Lorca

Somos la cultura del libro, somos la cultura de la escritura, somos la cultura de la memoria, y si hay una rueda que nos ha hecho caminar en la senda de lo solidario y lo necesario, lo imaginado y lo constatable, el proyecto y el recuerdo, indisolublemente unidos en nuestra cultura, esa ha sido la cultura del libro: desde los primeros textos escritos en piedra o arcilla hasta las actuales líneas digitales, desde los versículos del pentateuco hasta la declaración de los derechos humanos, desde la poesía, los textos científicos, los textos teatrales hasta las leyes y las cartas que se intercambian los que no se pueden encontrar, todo lo que nos parece necesario y memorable en nuestras vidas tiene la vocación de ser escrito y, por tanto, leído. Sin embargo, el libro está en crisis. Y no es una cuestión empresarial o industrial. Es una crisis de identidad cultural y de conducta.

He nacido, he vivido y espero morir rodeada de libros. Ese es el gran legado de que he sido depositaria y a ello debo infinita gratitud e igualmente infinita responsabilidad. Pero no es solo el legado familiar, sino el legado de una concepción sobre cuáles deben ser los deberes y los derechos de la cultura. Este momento y este día son algo más que tristemente oportunos para intentar entender esa la herencia y cuál pueda ser el porvenir de la cultura del libro.

«Lee y conducirás, no leas y serás conducido». Teresa de Jesús

Si nuestro país puede sentirse orgulloso de algo es de haber generado una organismo como la Institución Libre de Enseñanza. Si puede sentirse avergonzado de algo es de haberla relegado a la desaparición. Llevamos décadas sometiendo a la lectura y la escritura a verdaderas campañas de desprestigio, abandono y vaciamiento de recursos en la enseñanza y el ámbito público. Si no se forman lectores ni se fomenta y se sitúan la lectura y la escritura como materias cuando menos tan básicas como el manejo de un dispositivo telefónico, si no se acomete una campaña de reconstrucción del lugar del libro y la forma de cultura democrática y solidaria que de él surge, cualquier otra acción será página mojada. Prestigiar las actividades lectora y comprensiva y acercar a las autoras y autores al alumnado es la base de cualquier política institucional. Ser una persona culta no debería ser considerado entre gran parte de nuestros jóvenes una extravagancia, una rareza o una antigualla, sino que debería ser una aspiración no menor en ningún caso a la aspiración de sobresalir en el deporte o en cualquier otra habilidad social. Ser una persona inculta no puede ser una opción en un país desarrollado y democrático.

«Un libro es una prenda de abrigo», Francisca Aguirre

Y no es menos clamorosamente vergonzoso que la presencia del libro y de los intelectuales en los medios audiovisuales públicos sea nula o irrelevante, reiterada y perversamente relegada a los espacios dedicados al «entretenimiento», mientras se somete a la ciudadanía a, al menos, una hora diaria de información sobre los avatares de la prensa del corazón. El libro es una prenda de abrigo, sí, ayuda a la conciencia a no estar en la intemperie y la desprotección. Pero mientras la alta costura, la alta cocina y los deportes de élite se pasean holgadamente por les espacios públicos de comunicación, la cultura escrita carece de un solo espacio en horario de audiencia apreciable dedicado a su difusión. Y muy difícil le resultará a la ciudadanía entender que la tarea de los y las escritoras e intelectuales tenga algún sentido o interés si se los expulsa ostensible y ofensivamente de esos espacios públicos.

«Escamas litográficas», llamaba Baudelaire al dinero

Un libro es probablemente uno de los objetos más solidarios y democráticos que ha inventado la humanidad: mantiene su aura a pesar de su infinita reproductibilidad, se puede poseer, prestar, regalar, tiene el mismo valor usado que sin usar y, como decía Juan Carlos Mestre, «lleva a la gente allí a donde la gente quiere llevar su vida». Pero su carácter solidario no lo sostiene en el aire. Tan insidioso es confundir cultura con entretenimiento como lo es confundir recursos con dinero. El Estado no «regala» dinero a la sanidad o a la enseñanza sino que «dota» de recursos ámbitos que considera constitucionalmente irrenunciables. ¿Acaso una ciudadanía culta no es igualmente irrenunciable? La buena disposición y generosidad de los trabajadores de la cultura del libro no pueden ser moneda de cambio en la articulación de programas públicos, ni se puede chantajear a sus trabajadores bajo el paraguas del compromiso o la solidaridad. El ámbito público no puede ni debe fomentar la creación de fortunas privadas con dinero público, pero tampoco puede ni debe infrapagar o no pagar a sus trabajadores. La cultura del libro no puede estar sometida a los precios de mercado, como no lo están la sanidad, la educación, la fiscalía o los cuerpos de seguridad del Estado. Tampoco puede articularse en torno a prácticas de voluntariado asistencial.

Atravesamos páginas difíciles, vendrán páginas de aún más difícil lectura, pero creo con una fe nada ciega que es la cultura del libro, la cultura de la memoria hacia un porvenir más justo, quien puede ayudarnos a realizar el viaje hacia ese lugar cívico y democrático mínimamente digno. Podemos y debemos pedirle a las instancias públicas que, ahora más que nunca, dejen de arrojarnos a la intemperie, y podemos ofrecer, en la reconstrucción de la vida civil y cultural de este país, lo que hemos ofrecido siempre: el incómodo lugar de reclamar para la ciudadanía al menos medio pan y un libro.

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