Ecologismo de emergencia

El verano español huele a muerte

Juan Ignacio Codina

Periodista, doctor en Historia Contemporánea y activista por los derechos de los animales

España en pleno siglo XXI. El maltrato festivo a los toros llega cada verano en forma de abusos, crueldad y muerte. Observen la mirada del toro, indefenso ante los quintos de turno. ¿Hasta cuándo? / Observatorio de Justicia y Defensa Animal
España en pleno siglo XXI. El maltrato festivo a los toros llega cada verano en forma de abusos, crueldad y muerte. Observen la mirada del toro, indefenso ante los quintos de turno. ¿Hasta cuándo? / Observatorio de Justicia y Defensa Animal

Alcohol, testosterona y crueldad hacia los animales. Estos son los tres ingredientes principales de los veranos en nuestro país. Los quintos -esos engendros surgidos de los mismísimos infiernos de la España Negra- envalentonados por la multitud, embriagados por sustancias, emborrachados de sangre y henchidos de machismo, dan muestras, a lo largo y ancho del estío español, de su barbarie, de su peste a caspa, de su hedor a muerte y a sangre. Atrincherados en tradiciones sucias, cutres y sangrientas que son sostenidas por ayuntamientos, diputaciones y gobiernos autonómicos -que son mantenidas, en definitiva, con dinero público-, los quintos, y otros no tan quintos, cada verano recrean un mapa de España que nos avergüenza ante el mundo civilizado.

Y las víctimas de toda esta panoplia de salvajismo son los toros, las vaquillas, los becerros, las vacas..., en fin, cualquier animal al que se le pueda encerrar en una plaza, al que se le pueda coser a espadazos, al que se le pueda atar los cuernos con una soga, o prenderle fuego, o arrojarle al mar, o hacerle correr por calles empedradas, unas calles que siempre, absolutamente siempre, desembocan en la muerte, en el dolor y en el sufrimiento. En su sufrimiento, el de estos animales.

Así es el verano español, para honra y gloria de nuestra querida patria. Los acosan clavándoles utensilios metálicos, los persiguen a campo abierto en todoterrenos, montados a caballo, o subidos en motos; los encierran en maleteros de coches, los maltratan, los cosifican, les hacen daño, y luego los matan. Y todo con la mayor de las impunidades. Así es el verano español. Entre risotadas y juerga, entre vírgenes y santos, entre caciques y señoritos, entre ginebra y güisqui. Y que viva nuestra cultura. Y que viva nuestra fiesta.

La historia de la tauromaquia es una historia de crueldad, de sangre y de vergüenza. Menudo secreto. Lo raro hubiera sido que fuera una oda a la humanidad, un canto a la paz, una loa a la misericordia. Pues no, ¿o qué se creían? Se trata de una tradición de deshonor, de brutalidad festiva y de miseria humana; de una cultura de la violencia y de la exaltación de la bestialidad; de un arte que representa al fanatismo más sangriento y al salvajismo de brocha gorda. Esa es la única tradición, la única cultura y el único arte taurino, esa es la única historia de la que pueden sacar pecho los defensores de la tauromaquia.


Si echamos un vistazo a través de su tradición solo encontraremos crueldad. Una historia de terror que atraviesa los siglos como un hilo macabro que hilvana una costumbre negra y oscura. Si echamos un vistazo..., pues echemos ese vistazo. Pasen y vean. Vamos a realizar un breve recorrido para saber de dónde venimos o, mejor dicho, para conocer de dónde vienen los defensores de la tauromaquia.

Pues mira, la primera en toda la frente: durante siglos fue tradicional en nuestro país acosar y acorralar a los pobres toros hasta que caían despeñados por laderas que daban a un río o a un arroyo. A los que sobrevivían la caída o a los que no se acababan muriendo ahogados -es que los toros son muy malos de matar- les esperaban, nadando o en barcas, los quintos del pueblo, quienes remataban a los animales con picas o cuchillos. Así, pumba, sin más, a sangre fría, dale que te pego, con ese arte, con esa maestría, con ese qué sé yo. Un espectáculo sin duda hermoso y poético, cargado de simbolismo y cultura. Digno de ver. Un sentimiento únicamente al alcance de esa pequeña élite que comprende, que siente la emoción del arte tauromáquico. No como el resto de los mortales que, desde nuestra ignorancia, solo vemos barbarie. Y es que hay que estar ciegos para no verla. Ciegos de humanidad, de empatía y de sensibilidad.

Otra bonita tradición española pasaba por los divertidísimos espectáculos taurinos populares conocidos como toros enmantados o encohetados. Consistían en colocarle al animal una manta, atada sobre su lomo, a la que previamente le habían cosido todo tipo de pirotecnia, cohetes, petardos y hasta puñados de pólvora en pequeñas bolsitas. En ocasiones todo se regaba con petróleo porque, claro, ya se sabe que el petróleo alegra cualquier fiesta. Y la guinda del pastel: una mecha para prenderle fuego al armatoste infernal y poder huir a una distancia prudencial antes de que todo aquello comenzara a estallar.


La diversión consistía en que, una vez encendida la mecha, se soltaba al animal en la plaza del pueblo para ver cómo enloquecía de miedo y de dolor huyendo de sí mismo, y de los cohetes que tenía adheridos a su propio cuerpo. La gente, desde las gradas y balcones, reía, comía y bebía mientras el toro se quemaba vivo entre explosiones y llamaradas. El olor a carne quemada era una maravilla, menuda orgía de emociones sensitivas para el público. ¿No dicen que el fuego lo purifica todo? Pues dale fuego, que el toro no se quema vivo, se purifica. ¡Y con qué arte lo hace!

Pero sigamos, sigamos, que la diversión no ha hecho más que empezar. El ilustrado gaditano José Vargas Ponce (1760-1821), que llegó a ser director de la Real Academia de la Historia, recopila en su Disertación sobre las corridas de toros (1807) toda una galería de atrocidades que incluyen, entre otros deleites, la muerte de toros a machetazos y cuchilladas, a lanzazos, a golpes de espada, usando ballestas, echándoles perros de presa, lanzándoles dardos o, como acabamos de ver, quemados vivos tras ser envueltos en una manta repleta de cohetes, brea y pólvora. En este último caso Vargas Ponce, gran antitaurino, explica que, una vez enmantados, a los toros «les daban fuego y dicen que era diversión verlos morir rabiando desatentados del ruido y sofocados del denso humo que exhalaban y ardiendo por todas partes».  Lo que les estaba contando antes y ustedes no me creían. ¿Qué más da?, sin duda estamos ante una gloriosa tradición, llena de bonitos valores para transmitir a nuestros hijos e hijas. Una lástima que haya caído en desuso. España ya no es lo que era.

Pero no se vayan todavía, que aún hay más. El propio Vargas Ponce nos habla de otros grandiosos rituales paganos, de otras fiestas populares que gozaban de gran aceptación, y no era para menos. Por ejemplo, las del llamado toro embolado, de rancia tradición y acentuado abolengo en nuestra admirable cultura tauromáquica. Cuando se refiere al toro embolado, el ilustrado gaditano explica que se trata de una costumbre «de más saboreada crueldad». Y no se queda corto, porque hay que tener mucho cuajo para saborear solemnes barbaridades como esta. Veamos: al toro se le colocan sendas bolas de fuego en sus astas y, una vez prendidas, el animal es acosado, perseguido y herido por la multitud, entre los cuales «los más ebrios -escribe Vargas Ponce-, a poder de garrochas, navajas, garrotes u otras armas que el furor suministra, hieren, pinchan, apalean al miserable toro, que procura no morir sin venganza y con las chispas mismas que involuntariamente despide, escarmienta al mayor número. Más, al fin, se postra y respira en tal círculo de impiedad, molido a tanto linaje de golpes, envuelto en pestilente humo, cubierto de sangre y heridas y sin cesar ardiendo y abrasándose».

Hay que ver lo que consigue la conjunción entre el consumo de alcohol, la imaginación humana y el arte. El espectáculo es sublime. Roza la perfección. Qué ocurrencia, qué genialidad. Eso es arte y lo demás es tontería. ¿Dónde están las recogidas de firmas?, ¿dónde las campañas en redes sociales?, ¿dónde nuestros más encumbrados intelectuales clamando al cielo para que estas costumbres sean recuperadas para mayor gloria de nuestro pueblo? Ya estamos tardando.

Pero no, no todo van a ser quejas. Esto del toro embolado se sigue celebrando cada verano en nuestro país. Qué bonito el poder ser testigo, en pleno siglo XXI, de estas elegantes tradiciones, y qué orgullo como españoles el saber que todavía no se han perdido nuestras venerables usanzas. Todavía nos queda esperanza. Qué admirable que no hayamos perdido toda nuestra identidad, la rudeza, la tosquedad y la sequedad sangrienta de nuestros veranos. Y, lo más considerable de todo, maltratar animales en las mismas fiestas en las que se honra al patrón del pueblo, de la ciudad o de donde sea. Santos y vírgenes honradas con sangre inocente, con ruindad y crueldad. Esto sí que no lo vimos venir. Menuda victoria del intelecto humano. Que baje Dios y lo vea. Las llanuras castellanas, el litoral mediterráneo, el norte, el sur, da igual, el español es un verano de sol, borracheras y bestialidad.

Y es que, gracias al cielo, todavía nos quedan otras bellísimas tradiciones que tampoco hemos perdido con esto de la modernidad y la progresía. ¿Qué me dicen de los toros al agua, los toros enmaromados, las becerradas, las capeas o los encierros? Sublimes todo ellos. A Dios gracias, todavía tenemos mucho de lo que disfrutar cada verano. Incluso de las disco capeas -como denunció hace unos años el Observatorio de Justicia y Defensa Animal- unos espectáculos tan innovadores que conjuntan los pinchadiscos, la música a todo trapo, el consumo de alcohol -y vaya usted a saber qué otras sustancias estimulantes- y la crueldad hacia los animales. ¿Se puede concebir algo más noble y edificante? Menudo patrimonio cultural más guapo se nos está quedando.

En fin, el verano español da para eso y mucho más. Permanezcan atentos, quédense en sintonía, porque es un espectáculo único en el mundo -afortunadamente para el mundo-. No en vano, Francisco Umbral, escritor que no necesita presentación y que era también un gran poeta -y un gran antitaurino- escribía en una de sus composiciones, precisamente titulada Los toros, lo siguiente: "Todo nuestro verano, /el verano español, /es un crimen redondo contra esta vieja raza, /el capote del sol y el polvo del camino /llevan hacia su muerte /a los inmensos toros". Y luego sigue: "Huele a muerto el verano, /apesta a traicioneros...". Pues sí, el verano español apesta a muerte, a cobardía y a traición.

¿Hasta cuándo seguiremos permitiendo este hedor? ¿Acaso España todavía no ha logrado, en pleno siglo XXI, alcanzar ya cuotas suficientes de humanidad, civilización y educación como para seguir tolerando este tufo? Nuestros hijos e hijas nos harán muchas preguntas cuando tengan una edad suficiente. Una de ellas será sin duda por qué no hicimos nada para acabar con estas macabras diversiones. Y no sabremos qué decirles. Bajaremos la cabeza en señal de vergüenza. Ojalá para esas nuevas generaciones, en un día no muy lejano, el verano español deje de apestar a muerte, a barbarie y a espanto. Si no lo hacemos por nosotros y nosotras, hagámoslo por las siguientes generaciones. Hagamos que el tufo apestoso a tauromaquia se diluya hasta desaparecer en la fosa séptica de la que nunca debió haber salido. Y que lo haga derrotada por el verdadero arte y la verdadera cultura, una cultura de la paz, de la sororidad, de la hermandad, de la empatía y el progreso. Porque apesta a muerte el verano español y, por más que nos tapemos las narices, no va a dejar de apestar.

Más Noticias