El mapa del mundo

Jack Bauer pierde el gusto por la tortura

Corren malos tiempos para la tortura. Sus principales padrinos, Bush & Cheney & Associates, matan el tiempo en la Casa Blanca sumergidos en un nivel de descrédito que pocos presidentes han soportado en su año final en el poder. El último sondeo, de Associated Press-Ipsos, da a Bush un apoyo del 30%. Por debajo de eso ya sólo queda la muerte social.

No es el único cuyo share está por los suelos. El torturador en jefe de la "guerra contra el terrorismo", un agente llamado Jack Bauer, también pasa por horas bajas.

No resulta extraño que sea un personaje de ficción, el protagonista de la serie televisiva 24, quien mejor represente la idea de que contra los terroristas la ley es un estorbo que además juega a favor de los fanáticos. Los atentados de Al Qaeda son algo dolorosamente real. Sin embargo, la respuesta desproporcionada e histérica procedente de EEUU contra esa violencia se ha basado en esta década en los mismos supuestos ficticios con los que los programadores de la serie han captado la atención de los espectadores.

Bauer era el agente perfecto en la nueva narrativa instaurada por la Administración de Bush. Antes del 2001, 24 sólo era una serie de acción trepidante y planteamiento original. Después, se convirtió, al menos en EEUU, en un excelente aliado del mensaje propagandístico que tan bien manejaba Darth Cheney.

Ese "lado oscuro" –en expresión utilizada por el propio vicepresidente– en el que tendrían que operar los servicios de inteligencia era el paisaje más adecuado para Bauer. Sin sadismos pero con eficacia profesional, Bauer torturaba a todo aquel que supiera algo con lo que continuar su frenética investigación. La narrativa se imponía por sí sola: romper un brazo, disparar un tiro en la rodilla o presionar una herida de bala eran el precio que había que pagar para impedir un atentado de proporciones monstruosas.

¿Quién no está dispuesto a permitir algo así cuando hay tantas mujeres y niños a los que salvar en el último minuto?

Hubo un tiempo en que en el cine de Hollywood la tortura estaba reservada a los villanos más abyectos. Ni siquiera John Rambo se hubiera rebajado a tanto. Gracias a la popularización de ese "lado oscuro" ahora eran los héroes, los chicos buenos, los que torturaban.

La audiencia acompañó a la serie (18 millones de norteamericanos veían cada capítulo) y curiosamente, como demuestra un reciente artículo en The Wall Street Journal, discurría en paralelo a la popularidad de Bush. La realidad y ficción transitaban por el mismo camino.

Los responsables políticos del Pentágono estaban contentos, los militares no tanto. El rector de la Academia Militar de West Point viajó personalmente a California para advertir a los responsables de la serie de su influencia perniciosa en los jóvenes militares. Iban a terminar pensando que la tortura funciona, cuando tanto él como los tres interrogadores profesionales del FBI que le acompañaban en el viaje sabían que eso no era cierto. No le hicieron ningún caso.

En la última temporada el embrujo de la tortura empezó a perder atractivo. 24 se quedó sin una tercera parte de su audiencia. Los creadores iniciaron un tiempo de reflexión. No sabían qué hacer con su protagonista y hasta pensaron en enviarlo a África a que expiara sus pecados. Un poco de trabajo humanitario con una ONG limpiaría el expediente. La huelga de guionistas interrumpió sus delirios.

El descenso de los números de Bush y Bauer y la política norteamericana reciente permiten discutir la creencia de que sólo hay que convencer a la gente de que la amenaza terrorista es insoportable para que tire por el retrete todos los principios consagrados en la Constitución.

Al comenzar las primarias republicanas, los votantes conservadores tenían la opción de apoyar a Romney (que quería doblar Guantánamo en tamaño) o a Giuliani (de un belicismo casi paranoico). Y hasta había candidatos peores.

Pero prefirieron apostar por John McCain, un halcón, es cierto, pero que al menos tiene la decencia de rechazar la tortura porque resulta inmoral que una democracia emplee las mismas armas que tan apropiadas parecerían en las manos de un terrorista. Qué tiempos vivimos que nos parece llamativo que un conservador piense estas cosas.

De hecho, un 69% de los norteamericanos cree ahora que la técnica del waterboarding es una forma de tortura, a pesar de la ambigüedad calculada de las autoridades, y un 58% sostiene que no debería utilizarse para sacar información a los terroristas.

Son datos que dan motivos para un cierto optimismo. Quizá lo que ocurría es que los norteamericanos estaban dipuestos a mirar a otro lado y dejar a los sicarios de Cheney con sus palizas. Lo que no querían es convertir a su país en la única democracia del mundo en la que ciertas formas de tortura no se consideran tortura si las autoridades no les llaman tortura.

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