Hace unos tres meses, todos daban por supuesto que para el supermartes de febrero ya estaría muy claro quiénes serían los candidatos de cara a las presidenciales de noviembre. Pero a estas alturas, la cosa parece estar complicándose de verdad para el Partido Demócrata, y ello se debe a una extraña paradoja: no sólo tiene candidatos competitivos para llegar a la Casa Blanca, el problema es que tiene dos.

Ya estamos en el supermartes de marzo, y la carrera sigue abierta, lo que ha dejado a McCain en una situación que en Navidad no se hubiera permitido soñar ni en broma. Ya tiene a toda la maquinaria republicana a su servicio, unos de buen grado, otros a regañadientes, pero el candidato puede planificar y gestionar su campaña contra el otro campo, sin mirar a sus espaldas y con la vista puesta en noviembre. Ha entrado en velocidad de crucero.

Los demócratas, justo lo contrario. El analista John Mercurio decía hace unos días que en cualquier elección anterior, si un candidato hubiera perdido en 12 estados seguidos (frente a un mismo contrincante), a estas alturas los medios ni siquiera enviarían a un becario a seguir su naufragio. Pero Hillary no se rinde.

El argumento de que en delegados van a la par es cierto, pero debilita a ambos, pues Obama casi la dobla en número de estados donde ha vencido. Por ello, quizá oiremos pronto hablar de una extraña cosa llamada los superdelegados, un mecanismo muy excepcional, por el cual si las primarias no resuelven claramente la carrera, estos personajes se reúnen y deciden. ¿Quiénes son? Unas 700 personas: senadores, representantes, gobernadores, cargos del partido, una especie de colegio electoral cerrado, tan atípico como arcaico, controlado por el aparato.

Un mecanismo que los expertos consideran que suscita desconfianza y recelos en el propio electorado. Sería una gravísima hipoteca para el partido demócrata llegar a este extremo. Realmente abiertas, estas elecciones siguen siendo una caja de sorpresas.

Pere Vilanova