La mujer cambió de trayectoria en cuanto pisó la placa de cobre. Al tiempo, una cuadrilla de jóvenes estudiantes lanzaban monedas, sin sentido, quizá pidiendo un deseo. Lo mismo se repitió en la explanada de la Plaza Roja. Incomprensible pero seguro que tiene algún significado.

Las guías que se ofrecían en mi idioma estaban bien abrigadas y mantenían su conversación hasta ver aparecer uno de los pocos viajeros extranjeros que por allí vagábamos. En medio, una cafetería y una pista de hielo. En un lateral, un gran centro comercial. Al fondo...., al fondo me pareció ver la labor de un maestro fallero, y si no lo era lo parecía. A punto estuve de lanzarme con un mechero pero, al bordear la pista de hielo, me di cuenta que era una iglesia. ¡Menos mal! Mi lado "pirómano" había vuelto a dar señales de vida...

Miraba hacia el cielo preguntándome cómo era posible que aún con sol hubieran varios grados bajo cero. Siempre que lo hacía me encontraba con una torre, con una escultura, con un tejado en el que, a veces, los operarios quitaban sin arnés la nieve y otras sostenían carámbanos amenazantes.

Entre calles, pan de oro de los palacios e iglesias vigiladas, siempre hubo momento para lanzarse a la búsqueda de piroguis de salmón, col, conejo, cordero y de crema de queso.

Si había más tiempo, unos pelmeni de carne siempre fueron un buen bocado, reconfortante.

O una visista a un restaurante georgiano,

o un mercado donde, además de rellenarte la botella de cerveza, se hacía pan, se vendían especias, encurtidos de algas y noodles, quesos frescos, crema agria, frutas y verduras, carnes sin refrigeración -para qué-.

De regreso, la ciudad no perdía su encanto. El Ministerio "vela por todos nosotros", o eso decían.