Tentativa de inventario

La posibilidad del absurdo

La posibilidad del absurdo

Lloramos más. Y esto no es una conjetura, tampoco una intuición. Lo dice el CIS, el Centro de Investigaciones Sociológicas, cuyos abnegados trabajadores han tenido a bien telefonear a un grupo representativo de españoles para conocer de primera mano sus hábitos llorones. El caso es que uno de cada tres hemos llorado en los últimos tiempos. Eso dice el informe. De la intensidad del llanto no dice nada. No detalla si se trata de un leve gimoteo ejecutado con mesura, fruto de una desesperación contenida, o si por el contrario hablamos de una suerte de estallido, incontenible y a moco tendido. Supongo que irá por barrios. La hidráulica del llanto es cosa seria y los mecanismos que la determinan tienen su ciencia. Su fuerza motriz, curiosamente, puede ser compartida. Piensen sino en su factura eléctrica, es probable que a usted le cause estupor, incluso que incurra en un leve sollozo al ver las cifras que se barajan, cifras de récord como las que ha cosechado Endesa en lo que va de pandemia, cuyos gerifaltes a buen seguro también lloran, pero de risa.

Del llanto a la risa, dicen, hay apenas un paso. Un paso de doble sentido que convierte lo que apuntaba a chascarrillo en mueca sombría, y al revés, que transforma en bufonada lo que se anunciaba con honores. Contemplen ahora esa apisonadora de la paz que concitó el Gobierno para simbolizar el fin de ETA, contemplen el rostro hirsuto de sus participantes, la trascendencia del momento, vean los rodillos de la máquina oscilar inestable sobre las armas. La pantomima siempre anda al acecho. Nadie está a salvo. Ni siquiera el gran escritor de extremo centro, ese que con voz atiplada pontifica sobre el fin de una era, ese que evoca pasajes de su propia obra con indisimulada satisfacción, ni siquiera él se libra de la parodia cuando el incauto periodista descubre media patatilla Ruffles azarosamente aposentada en su hoyuelo, vestigio de un ágape promovido por su editorial que el literato tuvo a bien esquilmar con voracidad córvida. Sus cuitas con la Academia y sus alardes de vacua erudición quedan eclipsados por una cautivadora nota al pie cuyo asterisco yace, impasible, en el centro mismo de su grasiento y docto mentón.

La vida se empeña en jodernos con estas vainas. El azar, la impericia o incluso la estupidez congénita se encargan de echar a perder lo que en nuestra cabeza parecía una puta sinfonía. No queda otra que convivir con la posibilidad del absurdo, aspirar a la más completa y elevada de las seriedades, una que convoque por igual a la comedia y a la tragedia, a la risa y el llanto. Quizá así lloremos menos (de pena).

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