Corazón de Olivetti

El retorno de los intelectuales

Lo mejor de las encrucijadas históricas no estriba en la sobreabundancia de iluminados, filibusteros o sacamantecas, los totalitarios que no se atreverían a serlo en tiempos de clases medias, eruditos a la violeta o lobos disfrazados de corderos.

También suele ser la hora en que los creadores utilicen la palabra, el teatro, la imagen, la música o cualquier otra de las musas clásicas, como un ariete contra los poderes empeñados en convertir en súbditos a los ciudadanos: aviso a navegantes, no siempre la propaganda funciona bien como experiencia artística, pero no siempre funciona mal como algunos árbitros de la elegancia pretenden imponernos. A menudo, esas situaciones de dolor colectivo, cuando la humillación de los débiles coincide con el imperio de los avaros, vuelven al ágora los viejos o jóvenes profesores, las rebeldes pensadoras de los blogs o todos aquellos que intentan ganarse el pan o la utopía con el sudor de su mente.

Durante los últimos años, la agitación ha sido clara entre las bambalinas de los teatros, que ahora se empeña felizmente en llevar a escena nuestra historia más reciente; en la recámara de nuestro cine, en donde la realidad no sólo circula con la máscara del drama o de la tragedia, sino con la de la risa, que suele ser uno de los mejores instrumentos para que pensar se vuelva una enfermedad contagiosa. Las páginas de nuestra mejor narrativa, desde Isaac Rosa a Rafael Chirbes, Almudena Grandes, Javier Cercas, Antonio Muñoz Molina, José Manuel Caballero Bonald, Eva Díaz Pérez, por citar sólo un puñado de nombres que me sobrevienen, se ha llenado de historias fieramente humanas, recién salidas del horno de lo inmediato. Por no hablar de la poesía, que ha sabido congeniar la inquietud común con la belleza.

Sin embargo, el pasado nos demuestra que a menudo los creadores y los intelectuales cruzan la delgada línea roja que media entre el compromiso cívico y el compromiso partidario, ambos claramente políticos. Nuestra memoria histórica tendría que llevarnos al compromiso liberal de Espronceda, a los hermanos Bécquer arremetiendo contra los borbones, a Miguel Unamuno --"decíamos ayer"-- confinado por orden de la dictadura de Primo, a Antonio Machado izando la bandera tricolor o a José Ortega y Gasset, defendiendo a la República asaeteado por escrito o por escrache por su discípula María Zambrano.

Estuvo claro el compromiso de numerosos artistas, profesores, periodistas o filósofos contra las distintas formas de fascismo en la Europa del siglo XX. Claro que también hubo pesebre totalitario, del que participaron otros muchos, no sólo bajo la cruz gamada, el fascio o el yugo y las flechas, sino el otro lado del telón de acero. El compromiso, tan propio de la posguerra mundial y muy especialmente en países como Estados Unidos, Francia, Italia o España hasta donde la censura lo permitiera, tomó cuerpo en la valentía de Jean Paul Sartre a la hora de renunciar al premio Nóbel de Literatura porque el de la Paz se le había concedido al siniestro Henry Kinssinger, secretario de Estado de la administración Nixon que tanto pinochet, videla, vietnam y watergate había enfangado por el mundo. Congratula que varios premiados este año por el ministerio de Cultura hayan renunciado al galardón por no tener que saludar a Wert en su conocida recreación de Torquemada.

Huelgas de actores, manifiestos, la poesía como un arma cargada de futuro, los cómics donde los superhéroes eran de la resistencia, lienzos plenos de abrazos de amnistía, películas como puños en la gran pantalla. Esa fue la tónica dominante durante el tardofranquismo español. La postmodernidad y la transición-transacción democrática llevó a situar en valores muy bajos el compromiso que parecía algo demodé y poco compatible con el tupé, los zarcillos y las botas de plataforma. Mal que bien, algunos siguieron en esas viejas trincheras, desde el artivismo extraparlamentario de frecuentes raíces ácratas o alternativas a la asunción de ministerios o cargos oficiales y responsabilidades políticas por parte de creadores o críticos como Jorge Semprún, José María Maragall, Juan Barranco, Jon Juaristi, Felipe Alcaraz, Cesar Antonio Molina o Luis Alberto de Cuenca: en sentido inverso, de la presidencia de la comunidad de Madrid o de la de Andalucía, incluso salieron excelentes narradores como Joaquín Leguina o Rafael Escudero, para que luego digamos que la política degenera.

Ahora, en estos tiempos miserables, cuando casi nadie parece recordar el centenario del nacimiento de Adolfo Sánchez Vázquez o el de la muerte de Francisco Giner de los Ríos, vuelven a aflorar los intelectuales. Es el caso de Ángel Gabilondo, que ya fue ministro y que ahora abandera a un PSOE en horas bajas para que Madrid vuelva a ser el de Tierno y no el del tiempo de silencio que ahora nos incumbe. O es también la hora de Luis García Montero, que no sólo es poeta y ensayista, sino profesor con una larga horda de alumnos incondicionales que aprecian desde hace mucho en su obra esa vieja condición intelectual, que le imprime carácter: no sólo quiere poetizar o narrar la realidad sino, a ser posible y en otro plano, transformarla.

Ambos siempre estuvieron ahí. Desde la tribuna del aula, donde eternamente oímos el decíamos ayer frente al viva la muerte, que ha sido el cuartel de invierno de Gabilondo, hasta las distintas trincheras de lo público, en el periodismo de opinión y en las largas manifestaciones con que Luis García Montero ha ido recorriendo la historia reciente de España desde que asumió junto a Javier Egea y un puñado de jóvenes poetas la condición de escuderos de Rafael Alberti. Poeta en la calle, como su maestro y amigo de melena plateada, García Montero ha asumido en estos días una decisión casi heroica, la de no sólo evitar que la honrada Izquierda Unida de los últimos treinta años sea derrotada por los tigres de papel, sino incluso que sea capaz de contribuir a rescatar a Madrid del dogal de la derecha más casposa, esa indumentaria ideológica que lleva luciendo desde hace décadas la diosa Cibeles y que tan mal le sienta a ese viejo poblachón manchego y a sus alrededores, el rompeolas de todas las España, la capital –ojalá sea así nuevamente-- de la gloria.

 

 

 

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