Juegos sin reglas

Los Pirineos hablan y las demoiselles acechan

José Ángel Bergua Amores

Catedrático de sociología

Los Pirineos hablan y las demoiselles acechan
Pirineos.- Pixabay

El pasado 7 de mayo se constituyó en Salinas, una pequeña localidad del Pirineo oscense, la Asociación Cinca-Cinqueta. ¿Su razón de ser? Aunar esfuerzos, inteligencia e imaginación para lograr (auto)gestionar los asuntos de los siete territorios sin tener que depender de decisiones tomadas en otros sitios, pues unas veces responden a intereses no solo ajenos sino contradictorios con la vida de los montañeses y otras son simplemente resultado de la ignorancia o de la incompetencia. La Asociación se ha propuesto como objetivo principal hacerse cargo de la producción hidroeléctrica de las centrales cuya concesión ha terminado o lo va a hacer pronto, algo que está sucediendo y va a suceder en otros lugares de España, muchos de ellos en su zona vaciada. La idea es acompañar esa solicitud con un ambicioso proyecto de desarrollo para los próximos 25 años que permita resolver los graves problemas estructurales que padecen esas montañas desde hace décadas (por ejemplo, el desaprovechamiento del talento y la pérdida de población), así como afrontar retos cruciales de las próximas décadas, como son las transiciones digital y energética e igualmente las consecuencias del cambio climático y de la guerra mundial en las que nos han embarcado. Todo ello desde un punto de vista endógeno, algo inédito en buena parte de la cordillera pirenaica, si hacemos excepción de Arán y Andorra.

Para comprender lo que significa activar una mirada propia hay que tener en cuenta que la historia del mundo rural europeo es, en buena medida, consecuencia de la dominación de los pueblos por las ciudades. No solo eso. La misma sociedad moderna en su conjunto es resultado de esa relación. Téngase en cuenta que una ciudad de 1 millón de habitantes necesita 1.800 toneladas de alimentos, 567.000 de agua y una enorme cantidad de electricidad al año que deben traer como sea del mundo rural. La primera ciudad europea que alcanzó ese tamaño fue Londres en 1800. En la actualidad, más de 700 millones de personas viven en 65 enormes áreas urbanas, el 43% de la economía mundial se concentra en 24 megarregiones y las tendencias económicas, políticas, artísticas e intelectuales de mayor impacto se cocinan en esos enormes hormigueros.

Por lo que respecta a España los urbanitas pasaron del ser el 56,5% del total de gentes en 1960 al 78,1% en 1990. Este enorme incremento en apenas 30 años dobló el de Francia y fue el mayor de Europa. Aragón es una comunidad autónoma que muestra mejor que ninguna otra las consecuencias de este modelo de desarrollo. Más de la mitad de su población reside en la ciudad de Zaragoza, que es la única capital española, junto con Valladolid, cuyo crecimiento coincide con el decrecimiento demográfico de su provincia. Por otro lado, Teruel es el territorio que más población perdió en el siglo XX, la mitad, mientras que Huesca es la provincia que más pueblos vio desaparecer.

A esta situación no hemos llegado porque la tendencia natural de las ciudades sea crecer y los pueblos sólo sepan decrecer o morir. El Estado también ha influido lo suyo. El Plan de Desarrollo elaborado para Huesca en 1961 es un magnífico ejemplo de esto. En el apartado referido a la vivienda, aunque la población urbana fuera tan sólo el 11% del total, se sugirió construir para ella el 70% de viviendas nuevas de toda la provincia. El mismo plan propuso reducir en un 25% la población agrícola, unas 28.000 personas activas que vivían, la mayor parte de ellas, en la mitad norte de la provincia. Y en cuanto a los pueblos incomunicados (168 en total), no se propuso solucionar su situación, sino que Patrimonio Forestal del Estado los comprara para su repoblación con pinos, muy aptos para el aprovechamiento maderero, pero en absoluto adecuados para muchos de los entornos en los que fueron plantados. Dan fe de ello las colonias de procesionarias que desde entonces los torturan.

La primera mitad del pasado siglo no fue mucho mejor que la segunda para los pueblos oscenses, especialmente los ubicados en los Pirineos, pues sus territorios fueron llenados de embalses, canalizaciones y turbinas para llevar agua a los regantes y electricidad a las grandes ciudades, sin que los habitantes tuvieran voz, voto ni participación en todo ello. De hecho, los documentos de la época revelan que aquellas gentes eran tan invisibles para los concesionarios como ya lo estaban siendo para los pirineístas, sobre todo franceses, que se arrogaron el papel de descubridores de aquellas montañas, caso de Lucien Briet, principal responsable de que el valle de Ordesa se convirtiera en Parque Nacional en 1918, un lugar al que hoy peregrinan decenas de miles de gentes cada año. De hecho, aun hoy, nadie sabe los nombres de los dos belsetans que enseñaron al parisino Carboniéres, cuyos textos devoró Briet, la ruta a la cumbre que encabeza el valle, Monte Perdido (traducción del francés Mont Perdu). No solo eso. En los contados casos que los pirineístas se refieren a los montañeses, abundan las quejas por el olor a aceite de oliva, la costumbre de comer rodeados de perros y gatos, el uso de abundantes juramentos y las pulgas de las posadas, eso sí, salpicadas por algún comentario benévolo sobre cierto zagal con ingenio o sobre el profundo conocimiento del territorio que demostraba algún adulto. En fin, que los Pirineos que hoy tenemos son, en gran medida, una invención de los pirineístas y de las compañías hidroeléctricas, con el permiso de los regantes. Por eso los pantanos y los parques pueden convivir tan armoniosamente los unos al lado de los otros. Pueden hacerlo porque los responsables de ambos artefactos tienen en común no haber querido, podido ni sabido mirar a las gentes que poblaban aquella naturaleza, para los urbanos tan llena de recursos como de belleza y retos con los que medirse.

Las cosas no mejoraron cuando las gentes pirenaicas se hicieron visibles, principalmente desde el último tercio del siglo pasado. En efecto, a medida que sus pueblos se iban degradando y las ciudades no cesaban de crecer y absorber toda clase de recursos, también sucedió que ciertos sectores urbanos comenzaron a proyectar una mirada romántica sobre el mundo rural que se desvanecía. Primero, para ver en él un conjunto de objetos, costumbres y estilos de vida susceptibles de ser analizados y embalsamados en archivos y museos por distintas clases de expertos a medida que iban muriendo (o desapareciendo de la vida cotidiana, que es lo mismo). En segundo lugar, otros colectivos urbanos proyectaron su imaginación sobre esos cadáveres para producir gran parte de la materia prima ideológica que consumen los nacionalistas e incluso algunos ecologistas. Finalmente, un amplio abanico de urbanitas vio en los pueblos y su entorno natural lugares privilegiados de ocio y vacación en los que redimirse de ese exceso de ciudad que tienden a padecer y que tanto parece desequilibrarles.

Pero para que los pueblos se hayan convertido en objeto de explotación, investigación, inspiración ideológica y disfrute terapéutico, ha sido necesario que las propias gentes rurales lo aceptaran y se vieran a sí mismas con los ojos de la ciudad. Por eso, los pueblos han solido creer que cuanto provenía de las grandes urbes valía mucho más que lo propio. De igual modo, a la par que las ciudades han proyectado su romántica mirada sobre los pueblos para redimirse de su propio hastío, así también sus habitantes han pasado a concederse valor, principalmente a través de lo que el urbano considera valioso . Aunque pueda parecer que ambas miradas son distintas, en realidad no lo son. Las dos están estimuladas desde la ciudad, el auténtico sujeto que mira, siendo el pueblo un simple objeto que tan solo refleja la prepotencia y la benevolencia de su contrario, ambas resultado de las mismas soberbias y frustraciones. Por cierto, los medios de comunicación y la educación son los estimuladores y amplificadores principales de este juego especular de percepciones.

No obstante, hay que ser realistas. Si bien en términos generales esta relación ha perjudicado a los pueblos, también ha facilitado que los jóvenes y las mujeres hayan podido liberarse, unas veces yendo en busca del paraíso urbano y otras incorporando los progresos de ese otro mundo. Esto último también ha ocurrido con otros inventos, como la propia construcción de pantanos o la protección de espacios y especies. De modo que la dominación no ha podido impedir que las gentes se apropiaran de lo que se les imponía para usarlo en su provecho. Este efecto no deseado, muy presente también en otras clases de dominaciones (varón/mujer, Norte/Sur, adultos/jóvenes, etc.), convierte el vínculo en algo complejo, pues tiene un carácter ambivalente.

Sin embargo, no toda la vida de los pueblos ha sucumbido a este alambicado orden, instituido por y para las ciudades, que incluye los goteos de libertades y progresos, además de las apropiaciones y perversiones de aquello que se les ha impuesto. En efecto, en la vida ordinaria, de un modo que todavía resulta invisible al experto, al ideólogo y al turista, las gentes de los pueblos también han alumbrado costumbres, han impulsado emprendimientos, han generado iniciativas políticas, han estimulado toda clase de artes e incluso han participado en la elaboración de conocimiento científico. Todo ello a partir de sociabilidades extremadamente complejas, pues forman parte de ellas, además del vecino que apenas nunca se movió de su entorno, un amplio abanico de neorrurales, igualmente antiguos vecinos que no se fueron del todo, aunque lo pareciera, aquellos otros que vuelven siempre que pueden e igualmente quienes marcharon para formarse y luego regresaron. Estas gentes que hibridan de distintos modos lo urbano y lo rural en su propio espíritu y en los sistemas de valores y culturas de las zonas rurales que conscientemente o no contribuyen a (re)crear, están facilitando desde hace mucho tiempo que los pueblos se (re)animen como sujetos e incluso han provocado que mucha gente urbana haya empatizado con ellos.

En el plano político, esta infraestructura sociabilitaria, con su correspondiente mentalidad, fue la que impulsó la redacción del Manifiesto por la Dignidad de la Montaña, hecho público el 1 de mayo de 1999. Fue redactado por la Asociación Río Ara, contraria al embalse de Jánovas (pueblo que está a apenas 40 kms. de Salinas), y lo suscribieron el resto de las agrupaciones anti-pantano pirenaicas, ayuntamientos, mancomunidades y más de un centenar de asociaciones. En él no sólo se hablaba de pantanos, sino de "ir subsanando una deuda con la historia". Aunque no se decía cómo saldarla, sí se afirmaba que "la montaña debe recuperar el futuro, no un pasado imposible", e igualmente se sugería que "montañés y montaña forman una unidad". Un par de años más tarde, en la primavera de 2001, dos asociaciones frontalmente opuestas a la decisión, tomada en París y certificada en Bruselas, de introducir osos en la vertiente norte de los Pirineos se unieron en torno a un mismo discurso de oposición y lo hicieron alumbrando otro manifiesto, "La cólera de los Pirineos". Si en la vertiente sur, a la proclamación del primer manifiesto sucedió, al año siguiente, la convocatoria de la primera huelga general que ha habido nunca en los Pirineos, en la vertiente norte, también un año después, se organizaron manifestaciones en toda la cordillera. Por cierto, el pasado 15 de mayo se celebró en Puigcerda (Girona) otra gran manifestación, esta vez contraria a la organización de los Juegos Olímpicos de Invierno Pirineos-Barcelona. También, en este caso, la decisión urbana de decidir acerca del destino de las montañas donde yace Pyrene ha chocado con la reacción de una parte no menor de sus gentes. Que en un caso (la introducción de osos) los ecologistas sean los enemigos y en el otro (las olimpiadas de invierno o la construcción de embalses) formen parte del bando de amigos es lo de menos. Lo que realmente cuenta es la posición de los nativos, con posiciones ideológicas tan híbridas y difíciles de descifrar como lo es su propia condición urbano-rural.

Pues bien, la asociación Cinca-Cinqueta ha nacido para dar continuidad a este impulso, jalonado de manifiestos y huelgas, solo aparentemente diferentes y distantes. Sin embargo, esta nueva iniciativa ha convertido la indignación y rabia que se ha ido acumulando durante décadas en emoción participativa. Quiere esto decir, entre otras cosas, que no hay ánimo de confrontación sino voluntad de acuerdo. A las instituciones les corresponde ahora aprovechar este caudal de energía tan saludable para reparar todos sus despropósitos. Si una vez más esquivan su responsabilidad, entonces sí que podría colmarse el vaso. En la cordillera abundan ejemplos de ello. Es el caso, además de las luchas contra la construcción de embalses y la introducción de osos, de la Guerre des Demoiselles, en la que las gentes de los valles de Ariége se opusieron al plan del Estado de expropiar los bosques con los que desde antaño los lugareños convivían. Se inició en el primer tercio del siglo XIX y duró casi 50 años.

Por cierto, el término Demoiselle se utilizaba en aquellos lugares para nombrar a las ninfas, seres de los que los urbanos nunca han podido, querido ni sabido conocer nada. El problema es que tampoco los nativos tienen ya mucho contacto con ese otro mundo. Afortunadamente, esa vida está siempre disponible y puede ser reanimada. De hecho, gracias a ella, luchas parecidas en otras partes del mundo, con vínculos tan profundos y estrechos con sus tierras como los tienen belsetans y chistabins, dieron tan buenos frutos. Es el caso, por ejemplo, de la defensa de la selva protagonizada por los amerindios contra los galimpeiros que horadan el suelo en busca de oro y las compañías madereras, mineras y petroleras. Tanto los shuar de Perú y Ecuador como los yanomami de Brasil protagonizan esas resistencias ingiriendo ayahusca y yakaona, sustancias elaboradas con plantas sagradas que les permiten recibir información y ayuda de los espíritus. Pero esto es algo que los urbanitas y el mundo moderno en general son incapaces de entender. Da igual.

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