Fuego amigo

Con los jueces pasa como con las salchichas, es mejor no ver cómo se hacen

Ya que hemos nombrado esta semana como la "semana del juez", que culmina con la foto de Ibarretxe en los juzgados, quisiera referirme a una interesante reflexión de una contertulia que se identifica como "funcionaria de carrera". Decía ayer la funcionaria, como argumento supremo en defensa de la actitud de los jueces: "Hombre, los jueces son gente instruida, no sólo han hecho una carrera, sino que han demostrado lo que valen con una oposición ¡y qué oposición! Podrás decir lo que quieras pero no que no saben de lo que hablan".

Bueno, creo que a ninguno de nosotros se nos ocurriría mantener que ellos no saben de lo que hablan. Lo que venimos diciendo es que en lo que hablan, o sea en lo que sentencian, con demasiada frecuencia vierten su ideología, sus filias y fobias, como seres humanos que son, dejando muy maltrecho el concepto de la supuesta independencia de criterio que se les supone, forzando a veces el sentido común y las propias leyes a extremos ridículos, si no abiertamente prevaricadores. Y por esa razón los ciudadanos nos reservamos el derecho a criticarles, con el mismo derecho con que aplicamos nuestra crítica al mecánico que hizo la chapuza en nuestro coche o a los diputados que aprobaron la ley que permite el matrimonio entre homosexuales. Ni más que a ellos ni menos.

Pero quiero dejar ese asunto por zanjado, porque lo que suscita nuestra funcionaria es un viejo asunto muy interesante, y no menor: el cómo un ciudadano llega a ser juez. A los que hayan pasado por esto o tengan un familiar preparando unas oposiciones a judicaturas sabrán por qué me lo pregunto. Para hacer un juez no se exige al examinando un examen psicológico ni psiquiátrico para indagar en las facultades mentales de alguien que el día de mañana tendrá el privilegio de juzgarnos. Porque, y esta es la primera premisa, el juez no necesita para el desarrollo de su función el sentido común, sino los códigos penal y civil, que, como es notorio, no siempre coinciden con el sentido común.

Lo que se necesita para llegar a juez es un examen-oposición al que se llega al cabo de varios años encerrado entre cuatro paredes, a poder ser sin ventanas (desde un mínimo de cinco años a diez, doce, y más en los casos extremos) en los que el opositor no se quita el pijama en toda la semana, salvo para ducharse, atado a trescientos cincuenta temas que ha de memorizar hasta la extenuación. Cuando su preparador, porque tiene un preparador, como los atletas, decide presentarlo a la carrera, sufrirá tres exámenes, uno, tipo test, y dos más, orales.

El futuro juez se enfrenta a un tribunal, no siempre despierto en el curso de toda una jornada tediosa de exámenes, que va a escucharle cinco temas, elegidos mediante la extracción de bolas, que debe recitar de memoria ¡en quince minutos exactos! Un tiempo mayor o menor penaliza en la nota final. Yo he asistido a la preparación de estos futuros jueces y, hacedme caso, es como la cita de Otto von Bismark, cuando decía que "con las leyes pasa como con las salchichas, es mejor no ver cómo se hacen". Pues eso, es mejor no ver cómo se hace un juez, viéndole repetir como un papagayo un tema tras otro, cronómetro en mano, para mejorar su habilidad de poner la última palabra en el último segundo del cuarto de hora asignado. Así ,una hora tras otra, un día tras otro, un año tras otro, un lustro... sin ver la luz del día, pálido de luz de luna. Cuando hablas con un opositor a judicaturas no consigues adivinar en su mirada perdida, como ausente, si se encuentra en ese lamentable estado porque ha perdido la chaveta o porque tiene obreros en casa.

Muchas veces pienso si esa forma de tortura, que roza lo irracional, no acaba perjudicando con el tiempo a la capacidad de raciocinio del ser humano, o incluso de un juez.

Vamos, si yo aprobase unas oposiciones así, en venganza le metería un puro al lehendakari que se iba a enterar.

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